rosario

Sábado, 16 de febrero de 2008

CONTRATAPA

El buey

 Por Jorge Isaias

A Marcelo Fiordani y Fernando Sequeira

Tal vez por ser pesado y silencioso, le decían El Buey. Había nacido en una estancia, se había criado allí, y era, por lo que se pudo notar: feliz a su manera.

Conocía todos los secretos de la vida rural. Gozaba no sólo de esos trabajos rudos, sino el placer que le producía su trato diario con la hacienda que tenía que dominar a fuerza de baquía y firmeza. Como los temporales y las heladas que ablandaban al más duro de los peones.

Los problemas empezaron antes. Cuando sintió urgencias sexuales y tuvo que resignar una noche por mes ﷓según el trabajo﷓ para llegarse hasta el límite del pueblo donde una casa mal disimulada de bar ofrecía algunas mujeres venidas de otro pueblo y que no salían de allí por expresa ley del comisario quien no les permitía alternar con nadie ni las dejaba pasear para que las familias bien constituidas no se sintieran agredidas en su honor. Pero un día cerraron y al Buey, hombre ya, casi maduro, no le sirvió de nada enjaezar el moro bien corsario con el mejor apero y ponerse su bombacha bataraza nueva ni sus mejores botas o sus más floridas alpargatas. Era inútil para él tomarse el trabajo para ir hasta El Amanecer para ver cómo los otros jugaban a las bochas o al truco porque se aburría sin participar y participar no le atraía.

A veces se ponía un traje negro, con sombrero del mismo color y pañuelo "gardel" al cuello.

Era alto, rubio, fumaba una quemada pipa de raíz los días de trabajo, pero cuando salía fumaba los mejores cigarrillos negros que le conseguía el despensero en el pueblo. La pipa era una herencia de su abuelo austriaco. No bebía. O apenas probaba una caña paraguaya, cuando alguien le insistía un poco.

Un domingo se levantó de mal humor. Tenía franco el día entero y no sabía cómo gastar todas las horas que le quedaban hasta el anochecer en que tenía que recoger los terneros y controlar los bebederos, si todos los molinos estaban bien cerrados. Como he dicho ya: no le gustaba tomar, ni jugar a las cartas, tampoco a la taba, ni le interesaban las carreras cuadreras, aunque se había criado entre caballos y ese día había una. Con los caballos tenía un trato amable, cariñoso, que no gastaba con los humanos, ya que su hosquedad lo llevaba a comer solo en la estancia, sólo para no tener que andar saludando a nadie. Trabajar, también prefería hacerlo solo.

Sólo de vez en cuando le gustaba ﷓aunque si le preguntaban seguramente lo negaría﷓ entrar en una mujer con un poco de violencia, desembarazarse del peso del deseo que lo molestaba para trabajar más tranquilo y poder admirar esos crepúsculos sin interferencias. Esos lentos y espiralados crepúsculos que aunque para otros eran siempre iguales, a él lo conmovían y siempre encontraba un matiz inesperado que lo hacía feliz.

Ese día del que narramos su acontecer más saliente podemos decir entonces que enjaezó el moro como nunca, se acicaló lo mejor que pudo, casi con esmero, casi con obsesividad desconocida en él, sacó de una lata vieja de tabaco todos sus ahorros y los puso con cuidado en el tirador. Fue hasta el pueblo, ﷓era después de almorzar﷓ a los que lo vieron les llamó la atención que se hubiera salido tan porque sí de sus hábitos.

Llegó hasta el rancherío de las afueras, lo rodeó con un poco de desconfianza, pero ubicó uno de los tantos patios pelados con su acacia en la puerta, y sin bajarse del caballo golpeó las manos con insistencia y firmeza.

Al rato salió un hombre de mediana edad, calvo, moreno y desaliñado, fumando un cigarrillo negro y armado hacía un instante.

Habló algunas palabras con El Buey. Con seguridad era el dueño de la casa, luego entró y salió casi enseguida con una muchacha asustada de no más de quince años que temblaba y lloriqueaba pero sin mucho convencimiento. El hombre sería el padre quizás. Luego le dio una orden seca y ella volvió a entrar para salir con un atadito insignificante de ropa bajo el brazo y en una mano una rota muñeca de yeso. Subió al anca del caballo. El Buey apenas la miró de reojo y en el trayecto a la estancia ni le dirigió la palabra. El Buey nunca más regresó al pueblo, ni para bautizar alguno de los seis hijos que tuvo con la morenita adolescente quien vio crecer sus pechos y sus caderas mientras nacían sus hijos. Seis muchachos robustos que pese a sus adustos entrecejos morenos ostentaban unos profundos ojos azules y un andar silencioso que sumaban misterio a las pocas palabras que alguno pronunciaba de vez en cuando en el pueblo, cuando caían a comprar los vicios. Eran, decía la gente, la mismísima cara del padre.

Muy eficaces para el trabajo que les había confiado el patrón de la estancia en un puesto alejado, cerca del monte viejo de eucaliptos, justo en un cruce de caminos como quien va para el camino del boliche de Las Latas.

Alguna vez algún comedido indiscreto le preguntó al Buey del extraño trato que había hecho con ese hombre cargado de hijas solteras.

﷓Dos mil pesos valen dejarse de buscar mujer y perder tiempo para el trabajo﷓ había respondido serio, hosco, tajante.

Como para que nadie más le preguntara nada al respecto.

Nunca más asomó la cabeza por el pueblo.

Un día un coche negro tirado por cuatro caballos del mismo color lo llevó por ese camino que nunca más había hecho.

El coche pasó un momento por la iglesia para seguir ese camino que él había hecho hasta la mitad, el día que buscó mujer.

Ese día tampoco pararía en la casa precaria, casi un rancho, que fuera de sus suegros.

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