Sábado, 8 de marzo de 2008 | Hoy
Por Miriam Cairo *
El hombre de melena azul y la mujer de ojos blancos llevaban adelante un duradero matrimonio. Al azul le gustaban las albóndigas de nalga y a la mujer, las salchichas de soja. Por el menú, muchas veces discutían.
Ella, junto a las vecinas del edificio, que practicaban y amaban la caza menor, se volvió la más diestra en ese arte.
Un día, que regresaba fatigada a su hogar, acalorada porque no funcionaba el aire en el bar donde había tomado el té con leche, pasó por una tienda de decoraciones. La vidriera resultó más emocionante que un arroyo por donde el agua corriera tan clara que dejara ver los peces transparentes que había en el fondo. El negocio mostraba espejos y porcelanas que ostentaban fineza y distinción. Colocada a la derecha de un juego de té, deslizó primero el dedo sobre el borde de una taza, luego esperó a que la vendedora le diera la espalda y se la llevó a la boca. La lengua gozó de la insipidez helada. Ni un grumo. La textura perfecta despertaría la envidia hasta de la amiga más querida. Con frenesí se lanzó adentro de su cartera para sacar la tarjeta dorada. El gesto fue el de una mujer que, desnuda, se lanzaba de un salto a las aguas transparentes del arroyo, junto a los peces de plata.
La excitación de la compra imprevista no la obnubiló. Cuando salió de la tienda, sintió que alguien la seguía y aceleró la marcha. Un enorme pez dorado pudo decirle "¿Por qué huyes bella mujer de mirada blanca?" En cambio, se trataba de un pez con las dotes ling_ísticas de los dieciocho años. Ella no podía imaginar siquiera todos los esfuerzos que hace el milano para atrapar la tímida paloma ni todos los movimientos de ésta para evitarlo. Por eso, sin ningún sobresalto, consintió el rodeo. Caminaron unos pasos hasta el cruce de la avenida y pronto encontraron su auto azul, estacionado. Como el sol le daba en la espalda, veía la sombra de los dieciocho años que venía tras de sí. Escuchaba el chasquido gomoso de las havaianas y sentía su aliento en los cabellos. Sin embargo, unos pasos adelante, sorpresivamente venía hacia ella el esposo azul, con su andar de comandante del primer regimiento puritano. Por razones obvias no había modo de decir que el muchacho que le respiraba en la nuca era el jardinero que en la primera casa tanto habían necesitado. En el balcón del departamento que hoy habitaban, apenas había dos macetas que algún verano supieron contener dos portulacas. En fin, sin poder más, imploró la protección de la virgen protectora de las mujeres casadas: "Virgen mía, no abandones en tan aventurado instante a una de las fieles que muy devota te ha sido y tuvo a menudo el honor de llevar sobre sus manos blancas rosas para tu altar de nácar", pudo haber dicho ella si no cargara con las penurias lingüísticas de una consumidora voraz de toda sitcom en la que Florencia Peña descolle con frases inconclusas y gesticulación excedida.
Su ruego, que no fue aquel, sino otro liso y llano, orlado por una eufemística puteada entre dientes (copia textual de los hábitos actorales de la actriz antes mencionada) conmovió a la divinidad que no la cubrió en una densa nube, sino que, celestialmente, interpuso entre la realidad adúltera y el esposo azul, un compañero de trabajo oportunamente preocupado, para que la mirada matrimonial no la divisara y la blanca se viera en el trance de dar una explicación sin verosímil.
La de ojos albos estaba perturbada. Si hubiera leído a Ovidio, diría que su situación se semejaba a la de Aretusa que, perseguida por Alfeo, se sentía como la oveja que ve al lobo olfatear cerca del rebaño. Sin embargo, la blanca, al ver que el consorte permanecía de pie frente al amigo que la virgen santa le mandaba, sintió el sudor de hielo que empezaba a apoderarse de su cuerpo. Gotas de agua le resbalaban por el cuello, y desde los pechos hasta el ombligo vertían gotas saladas. Sentía un rocío entre las piernas. Un océano chorreando por la espalda. En menos de un instante pudo haberse convertido en fuente si no hubiera tenido la rapidez de la liebre para zambullirse en al auto con su incondicional concupiscente de la mano. La divina cómplice abrió el semáforo como una vez Diana abriera la tierra para que Aretusa, hecha agua huyera por los antros más profundos y así se salvara del asedio obsesivo del río Alfeo.
El auto de la blanca no avanzó guiado por los dragones que Ceres uncía a su carro, pero la onda verde permitió llegar en breves minutos al territorio de las brujas donde dio orden al amante fecundo de beberla urgentemente y de comerla con hambre sin quitarle la tanga. A medio desnudarse sentía que se entregaba a medias. La piel que el muchacho le tocaba, era la piel convicta. Donde la ropa permanecía puesta, era la piel devota. Devoto pues el cuello donde la musculosa se le enredaba. Sin necesidad de cumplir con el turno completo por el que habían pagado, desandaron el camino por calles menos frecuentadas. En esquina solitaria dejó a pie al comensal de carne humana, para que ningún miembro del ejército de azules lo viera en su auto y sospechase cosas que no caben en la imaginación de la honrada milicia recta.
Cuando entró a su hogar ya estaba el índigo comandante con la autoridad irguiéndole la espalda y con voz de mando le preguntó de dónde venía. Ella mostró las bellas porcelanas y la bolsita transparente con la más deliciosa y obediente nalga picada.
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