Lunes, 10 de marzo de 2008 | Hoy
Por Sonia Catela
En el cuarto, Antonio sigue con su siesta, siete de la tarde del sábado; ni el rayo de luz que lo fusila desde la persiana lo perturba, me acerco con pies de pluma a su cuerpo acurrucado, casi en el borde, ¿y si te caés, Antonio?, como cinco horas atrás; la cena lo levantará hambreado, ¿qué te gustaría, querido, puchero de gallina o ensalada rusa de ave? consulto sin sonido a mi hombre en posición fetal, y será la ensalada fresca y fácil de preparar para pasar enseguida a degustar un vino ¿chablis o chardonay? y meternos en la partida de ajedrez que paseamos por infinitos sábados sin definirla; pongo en el reproductor su Mozart predilecto aunque él, dormido, no lo escuche (quizá subconscientemente...) y aún a las nueve de la noche, ya puesta la mesa, sigue en sus trece, prolongando un dormir tan inusual en alguien que bromea sobre su "sueño de eyaculación precoz", espalda curvada, calzoncillos celestes holgados, la delgadez de sus piernas, brazos bajo el pecho, "querido, hora de cenar, acompañame" murmuro por si pudieran llegarle mis vibraciones, pero Antonio pasa de largo la comida que tomo observándole las marquitas de los despellejamientos del sol, los lunares, hasta que cambio de foco, y, en la banqueta, repaso su rostro; con la semana agitada que tuvo como para no descansar, le susurro el buenas noches, besito ligero en la nuca que él no espanta ni nada y antes de acostarme le armo un sandwich para cuando se levante de madrugada, famélico e inútil para la cocina, también separo un buen cucharón de ensalada y lo coloco en primer plano en la heladera para que hasta Antonio, que no ve nada, no deje de advertirlo; a la medianoche con mucho cuidado me meto en la cama, (aguantó en el hospital esta semana demasiado difícil, pobre) me tiendo paralela a su espalda curva, sus brazos bajo el pecho, las piernas en ese ángulo cómico que se va a acalambrar si es que ya no se acalambró y le dura de toda la tarde, le rozo los pocos pelos que le quedan en la coronilla brillante; cuando me acuerdo Antonio ronca, le doy una palmada y me despierto: el ronquido era un sueño; no hay un ruido alguno en el dormitorio que ya cuela un amanecer avanzado, me fijo que pasan de las ocho y Antonio no trae el mate a la cama como es nuestra costumbre dominguera, espalda curva, piernas en ángulo, brazos bajo el pecho, protesto un poco farfullando (con semejante semana en el hospital, una epidemia de cólera en el norte de la provincia y derivaciones a la ciudad de los casos fatales, los insalvables que siempre mueren y para eso los mandan, a que los entierren lejos de su pueblo y no alboroten los diarios locales, mi Antonio renegando, cólera, el medioevo), por fin me mentalizo, logro levantarme y este hombre qué piensa, el sandwich intacto sobre la mesa de la cocina, la ensalada en la heladera tal cual se la preparé, se va a debilitar, aunque Antonio es aguantador con esas largas jornadas en un centro asistencial desequipado, levantarme y traer el termo, la yerba, pero aunque mateo no decide despertarse, cuido que el barullo se mantenga en una línea moderada, moderación que quiebra el celular con su estridencia y Antonio impertérrito. Atiendo: "¿que qué hace tu padre? duerme como un poste, a mi lado", "como vos decís, Leandro, te resultará raro en él, pero no seré yo quien le interrumpa su rato de tranquilidad con la semana que tuvo", "y bueno, tendrás que irte solo de cacería, m' hijo", termino la charla; lo llamo hijo aunque sea del primer matrimonio de mi marido y me abstengo de comentarle a Leandro que en la banqueta Antonio dejó preparada la chaqueta de los cartuchos, la bolsa de cuero y la escopeta para poder salir apenas terminarámos los mates como todos los domingos, porque si se lo comento, insistiría en comunicarse con su padre y alborotaría y corto; con cuidado le quito a Antonio la sábana que tapa sus pies; hace calor aunque no tanto como para prender el aire acondicionado, no veo una gota de sudor en su frente mientras entro y salgo, preparo un almuerzo que no come mientras me traigo el plato y me siento a su lado, tan solito con sus calzoncillos anchos y sus piernitas flacas, pobre, le coloco sobre la almohada un ramillete de rosas del jardín con ese perfume que tanto disfruta, ando de puntillas alzando libros sueltos y acomodándolos en la biblioteca, espantándole las moscas a Antonio, hasta un mosquito que se aprovecha de su profundo dormir y mientras preparo una cena ligera y fría, esta vez sí se va a despertar con un apetito feroz, ya lo escucho, "comida para este interno de Auschwitz" como cada vez que vuelve de una de esas jornadas inusualmente insoportables pero no sólo el ramillete de flores, vaporizo el dormitorio con una esencia turca de rosas, que son las mejores y las que prefiere Antonio, y ya suena otra vez el teléfono, diez de la noche de un domingo, vamos, que: "señora, avísele a Antonio que venga con urgencia al hospital, se presentó una emergencia", "no", replico, "su marido se encuentra en guardia pasiva, hoy le toca, lo esperamos", "no", "déme con él", "no", "señora ¿no se enteró del incendio en el frigorífico, entraron cuarenta heridos", "no. No", ignoro si cuelgo yo o el médico, peor es que Antonio se pierda el fútbol dominguero y en el hospital se las arreglarán aunque de mañana, ya lunes, le susurro a Antonio en la oreja: "hoy es lunes, tenés consultorio", y testarudo y en sus trece como reclamando "por una vez en la vida déjenme en paz", empecinado; alzo la voz: "ganó Boca, te lo perdiste, remolón", canto, le cuento el episodio de "Justicia ciega", pasamos el día de pura conversación aunque él no pronuncie palabra, lo acaricio, acarreo el televisor al dormitorio, me quedo la tarde entera comentándole mis programas preferidos a medida que éstos se desgranan por la tele, mañana martes, sí o sí, día de visita del hijo de Antonio; le trae semanalmente alguna liebre escabechada de las que cazaron juntos el domingo, o un libro interesante, entonces Leandro golpeará la puerta, dejará en el perchero el saco, o el paraguas, o el maletín, traspondrá la puerta, se acercará a la cama, hablará a su padre, palpará el cuerpo, lo dará vuelta, se agitará, abrirá la boca en gritos y anunciará aquello que ni Antonio ni yo queremos oír. Diez horas. Dispongo de ese tiempo; busco las cartas de amor que me escribió, tenemos tanto que hablar esta noche, aprovechar esas diez horas antes de que llegue Leandro y Antonio deba partir y ya no vuelva más.
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