Martes, 1 de abril de 2008 | Hoy
Por Jorge Isaías
A Luis Broglia
No hay tiempo para el pasado, me dice mi amigo Luis Broglia, mientras abre los ojos muy grandes, como esperando una aprobación obvia de mi parte.
Y me lo dice él, justamente, que es de los pocos que vuelve por el pueblo, con más asiduidad que yo. Supongo que lo dice en un sentido temporal, es decir que como uno viene de la ciudad con el tiempo justo, no puede quedarse en el club hasta el amanecer, como antes, cuando todo era posible, o, al menos, esa era la ilusión que teníamos entonces. Es probable que lo diga en el sentido que el poco tiempo de encuentro en el pueblo, cuando nos encontramos, no nos permite conversar a gusto. Sin embargo, en el aire me deja sus recuerdos una buena nostalgia para ir tirando esta vida de sombras que llevamos.
No es difícil volver, sin embargo hacia el incierto remoto que Luis llama "el pasado".
En ocasiones así, pienso en mi viejo. En los días de llovizna (de garúa, como a él le gustaba decir) cuando aprestaba sus cañas para pescar bagres o truchas despistadas. Preparaba sus anzuelos, no sin alcanzarme la cañita con la mosca para "mojarrear" que era mi especialidad. Luego tomaba una pala de punta y con un golpe diestro la volcaba sobre el piso de ladrillo de la galería y allí la multitud de lombrices se retorcían ante mis dedos pequeños, que, hábilmente iban a pasar a una latita de durazno, preparada para la ocasión.
O podría mutar su gusto en un día de caza, una media tarde, ya que el escampe se debía producir en un horario prudente, cuando las luces nos eran propicias.
El cargaba personalmente sus cartuchos, con un aparatito que nunca supe si era comprado o lo habían fabricado sus manos industriosas. Entonces cuando decidía salir "a tirar unos tiros a los patos", sólo tenía que meter la mano en una lata vieja donde alguna vez hubo bizcochos "Canale", y de allí tomaba los que pensaba iba a usar. Los ponía prolijamente en la cartuchera que ya le cruzaba el pecho y silbándole al perro abría la puerta de calle y salíamos a la gran aventura de la caza. Mi madre nos acompañaba hasta allí con el mate en una mano y con la recomendación de siempre:
-Tengan cuidado...-
Saltábamos dos alambrados y ya era el campo. El campo con sus telarañas mojadas, con su pinta de pollo arrinconado, de chico pescado en una travesura imposible de esconder.
Quien más excitado estaba con todo el preparativo previo era el perro. Sobre todo si olía la pólvora de la escopeta, porque debía traer a su olfativa memoria el olor a sangre de las liebres, o los patos, que rescataba de los altos pastizales.
Era su tarea, por otro lado, y la cumplía verdaderamente a gusto. De todos modos, si la jornada era de pesca, él disfrutaba lo mismo, ya que el tema era estar saltando a campo abierto, arenque más no sea metiendo la nariz en las osamentas que estaban sembradas por el campo.
Aunque hoy pueda pensar que el azar premiaba los pasos de mi padre y por ende, los míos, no era nunca tan así.
Si él había decidido ir de pesca -y los aparejos eran una prueba entonces- salía hacia algunos de los canales o de las grandes cañadas que pululaban los campos de entonces.
Si en cambio lo orientaba el deseo de una liebre en escabeche o un pato crestón guisado, los caminos la caza eran distintos. Enfilábamos para la tierra arada, los rastrojos o los alfalfares donde saltaban las liebres como el maíz frito y las bandadas de patos venían volando al ras porque salían del bajo de Ortali
La suerte y la pericia darían cuenta de las presas que ese día traíamos hasta la olla pronta de mi madre.
En la pesca primaba la primera y en la caza la segunda, ya que mi padre era un tirador más que regular, tirando a bueno y era difícil que errara el blanco cuando se lo proponía. .
Es probable que mi padre eligiera algún día soleado para estar incursionando, pero como los días lluviosos nunca trabajaba, los aprovechaba para estos pasatiempos que insumieron buena parte de su vida, ya que, según siempre contaba, los había iniciado allá en el campo Burky, cuando apenas rondaba la edad escolar y el padre, es decir, mi abuelo, era la única actividad que le permitía fuera del trabajo. Por ser el mayor de ocho hermanos, tuvo que abandonar pronto la escuela para ayudarle en las duras tareas rurales de entonces.
Cuando termino con mi recuerdo de pesca, caza y mera llovizna, que mi viejo nombraba siempre "garúa" y miro a mi amigo Luis, lo observo en esa cara bonachona y ese gesto respetuoso, me dice:
-Antes todo era distancia- y entonces me cuenta que hasta el fin de la primaria apenas si atravesó unas pocas veces el terreno que separaba la chacra de su abuelo, donde vivían todos, y el pueblo
-¿A cuantos kilómetros estaban...?- Pregunto
-A quinientos metros-, responde
Y ante mi asombro, redondea
-No te equivoques, en aquel tiempo, el mundo, nos contenía en no más de trescientos metros cuadrados-.
Y, entonces, me cuenta su recuerdo.De chico vivía, como dije, en la chacra de su abuelo.
En tiempo de cosecha gruesa, es decir, de maíz, se instalaban allí los juntadores que venían de varias provincias y lo hacían en los galpones y demás dependencias, mientras duraba la recolección, que al ser manual entonces, podría llevar sus buenos dos o tres meses.
Casi todos los años venían las mismas familias, solo uno, me dice, venía con uno de sus hijos. Era criollo, de Villa Dolores y el niño, de uno de diez años, le ayudaba en esas duras tareas.
Terminada "la juntada" de maíz, se volvía con los suyos. Sólo para volver a los dos o tres meses en su oficio de arropero. Venían él y su hijo, montados en una carreta que tiraba una recua de mulas, kilómetros y kilómetros, por polvorientos caminos de tierra ya que evitaba las rutas asfaltadas.
En esa carreta vendía por los pueblos, su preciosa carga de dulces, nueces y castañas. Se instalaba unos días en el campo de los Broglia y mi amigo a veces lo acompañaba al pueblo a vender su mercancía. Cuando éstos se terminaban, se volvía el arropero con su carreta vacía y sus mulas lentísimas y la compañía de su pequeño hijo y algunos perros fieles.
Mi amigo Luis Broglia, recuerda con un placer antiguo este compartir las horas con tan singular personaje y deflagra en rl recuerdo de otros arroperos, venidos estos de Santiago del Estero ya que paraban en la casa de don Pedro Silva, matarife y santiagueño, como su tío, don Benicio Ardiles, titular de la "carnicería de pueblo" que extendía las libretas más largas de todos los tiempos. Esto, es decir los arroperos santiagueños, venían en tres o cuatro carretas y haciendo base en mi pueblo, iban vendiendo su mercadería por los pueblos vecinos.
A nosotros se nos hacía misterio que eligieran viajar como en el siglo XIX.
¿Qué hacían con esos carretones con sus mulas, sus perros, sus ollas colgando de los ejes y las infinitas nostalgias que se les colarían en el ala negra de sus inmensos chambergos como alas negras contra el cielo refulgente de mi pueblo?
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