Sábado, 24 de mayo de 2008 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Quien suscribe fue un jugador talentoso que colgó los botines una noche tras un amistoso y se los robaron para toda la eternidad. Los presintió escarchados en la mañana, alejados de su casa y lloró. No le queda más que recordar lo que pudo haber sido y no fue, testimonial, tristísimo, sentado en mesas de bares nocturnales o en sobremesas soleadas de asados domingueros en donde siempre, irremediablemente, se habrá de soltar el resorte que contiene, apretado en un papelito, el númen de esta historia sin edad. Es uno que comprendió el significado hondo de la palabra "Inferiores" para denominar a los chicos del ascenso a Primera y que por ello y otras causas singulares abandonó. Es uno a quien el premio y el castigo resultaron un piedrazo en las tripas, el castigo inventado por la necedad adulta. Un podio en donde la imbecilidad con la ternura venían malolientemente mezcladas y hacían confundir a nuestro héroe. Uno que olfateó la tristeza honda de los campanarios en la sobretarde, llamando a misa, en medio de un partido. El que se sobresaltó sin demostrarlo por esa correntada de infinita nostalgia que tenían los barriletes manejados por dedos invisibles, allá lejos, vaya a saberse en que terraza. Uno que enviudó de jovencito. Enlutado por la guerra en que vive envuelto el mundo anduvo y comprendió eso de golpe en una tarde, una sola, allá en un campito y sintió un agobio tan tempranero como gigantesco. Uno que sabía del hambre de muchos que venían a jugar y que hacía oler a la ropa triste, ahumada, de casilla pobre y caballo en el fondo. Uno que intuía que esos pibes habían nacido de madres lavando ropa ajena, de padres infinitamente trabajadores, ausentes por trabajo, muertos por trabajo, trabajadores desde siempre y que poco le importaban el juego de sus hijos, porque estaba más preocupados en alimentarlos como para verlos fuera de su territorio consistente en comida, sueño y hermanos reproduciéndose como hongos. El que escribe fue uno que se sentó en los bancos helados de chapa para entrar cuando se pidíese el cambio y que allí supo oir el canto de sapo de aquellos coranzoncitos de pibes obligados a tirar del carro para apostar a una meta de vencedores. Niños de piel oscura y dentaduras blancas. O flacuchos arratonados con sus zapatillas prestadas. Salvadores de familias. Héroes zancudos o achaparrados, diezmados de presión. Yo era uno que se fijaba en las pupilas de los directores técnicos para llegar a la conclusión que simulaban mirar pero no lo hacían. Eran un hueco sin luz ni brillo, horripilantes. Enemigos de nuestra heroicidad con esas bocas profiriendo gritos como si se estuviera a punto de empujar el mundo a los abismos. El que suscribe supo mantenerse a la deriva hasta que se hundió en un sueño de goles malogrados y hazañas que nunca se completarían. Fue uno que oyó la cantinela del triunfo en la mesa familiar, del oro y la gloria detrás de una número cinco y que esas alabanzas eran proferidas por tíos fracasados, sin alegría, angurrientos por la voracidad de verse representados por otros, por un pibe. ¿Que hacía el viento ondeando ropa o moliendo las veletas mientras el niño poeta se dirigía a la canchita, tras los pajonales y la perrada? ¿No sabían acaso que esos signos llenaban de una punzada dulce al artillero y por eso llegaba a las canchas como demorado en las alturas, se distraía y terminaba mirando con piedad sus puntazos a la red, como si estos no fueran la coronación de algo sino un detalle melancólico de algo más profundo que nunca pudo develar? ¿Y que los abrazos, los vítores que le resonaban no significaban nada? ¿Y que la transpiración se le secaba en la casaca y solo añoraba regresar a su cueva para estarse, sin bañar, bajo las mantas oyendo el viento, los pasos en la casa, siguiendo el progresar del cielo nocturno caminando sobre los tejados como arañitas de luz, la tevé prendida como una anunciación de felicidad que estaba metida entre las cosas y los seres y que no superaría jamás pelota alguna?
Por eso, el que suscribe dejó de batallar caminos de tierra tras los alambrados. Dejó de apuntar al palo lejano del arquero. Empezó a perdonar y perdonarse. Perder el puesto. Buscar otro horizonte menos previsible por otro más vigoroso y variante. La vida, la vida misma llamaba. Y estaba lejos de las canchas, ese rectángulo de vida misterioso, amado y por todo ello, preciso de ser traicionado.
Se le hace difícil al que suscribe justificar su acciones, pero esta es la verdad de lo que quiso haber sido un jugador de fútbol y apenas fue un niño poeta.
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