Viernes, 18 de julio de 2008 | Hoy
Por Jorge Isaías
A veces pienso que no soy yo quien estos versos escribe, quien estampa estos recuerdos.
Repaso la parva defectuosa de letras muertas, y veo, nítido a mi padre merodeando muy orondo por sus bordes. Porque entre la memoria mía de la infancia, emerge su humor propio -que era escaso- en pleno almuerzo. Allí desgranaba sus historias. Las de sus viajes de obrero golondrina y las del propio pueblo, imantadas éstas a mi interés de testigo casi directo, muchas veces.
Veo por ejemplo, en un caldeado mediodía de verano, cruzar una calle ancha, llena de polvo, de mariposas y chillidos de cigarras al sombrero de corcho de don Pedro Gaffuri. Lo veo cruzar, ágil a don Pedro, en un casi esguince como de paso de tango, como si fuera a hacer un corte, como si estuviera no de bigotuda alpargata, sino de brilloso botín negro, bailando "Felicia", en el parquet bien lustrado del viejo cine La Perla, que hacía de salón de baile en los inviernos. Allí nos llevaban nuestros padres.
Allí vi a Troilo, a Basso con Floreal y al negro Belussi, crédito del pueblo.
Eran unos hermosos bailes populares los que se armaban. Nunca supe a qué hora terminaban, porque nos íbamos durmiendo de a uno en las faldas de las abuelas o simplemente en las butacas que rodeaban la pista. Caíamos como frutas maduras, sin ruido, firmemente.
Habíamos corrido entre las parejas que se sacaban por un rato el peso del cansancio de las "juntadas", en ese baile donde se amontonaban la ilusión y el deseo, al ritmo de un bandoneón alisador de tristuras.
Si alguna vez quedé último para ese sueño inevitable, observé fascinado el ritmo que esos cuerpos abrazados llevaban dibujando las más bellas figuras.
Lo veo a Milanesa Camino, con su pelo azotado por la gomina brillosa, el bigotito fino, el además compadrón de seductor frustrado. O al gringo Teti, saltando como si desclavara tachuelas del piso, al loco Cicconi, enamorado siempre, o a Cacho Cavallín, punteando incansable hacia la pista, en especial con la "música sincopada", como se le decía -creo recordar- a los ritmos más modernos, por entonces.
Son recuerdos. Es el lienzo reseco, golpeado por el viento de los años. Y yo qué sé si de veras he escrito mis versos. A veces pienso que si no fuera por la feroz memoria de mi padre, por esa minuciosa prolijidad visual de anécdotas y nombres, yo no hubiera sido el poeta de mi pueblo.
Dicen que el Flaco Naly tenía algunos sonetos escritos y que los iba publicando en un periódico que él mismo dirigía, además de escribir íntegro, imprimirlo y venderlo mano a mano. Como los viejos anarquistas era anticlerical, moralista, pero mi padre dice que nunca habló de la destrucción del Estado. En todo caso habrá creído, -fabulo- en el regreso al buen salvaje Rousseau. Lo cierto es que el Flaco Naly con gran énfasis acometía diversas ramas del arte. Pintaba, escribía, esculpía, tallaba madera y me cuentan que era un músico eximio y practicaba también algunos deportes.
Tenía, tal vez, el ideal griego tan famoso del cuerpo y la mente sanos, a través del intenso cultivo de ambos, sin privilegiar necesariamente una actividad sobre otra. Esa sería la meta del hombre.
De su academia de dibujo y pintura salió una vez con una adolescente, que era dicen además de muy bella, su mejor alumna. Nunca más se los vio por el pueblo.
Mi padre siempre ha comentado que el ideal griego era su obsesión, y que elevó un proyecto -desestimado- a la autoridad comunal para que en cada esquina se reprodujeran estatuas de la vasta mitología helena. Fue un incomprendido, como tantos, y un clásico, sin lugar a dudas.
Releo estas propuestas rengas y cada vez me convenzo más de la deuda que tengo con mi padre, antiguo vecino del pueblo. Porque estoy creyendo que estos retazos no me pertenecen, y que en realidad mi tarea es mucho menor que la que mis propios coterráneos me adjudican: quien reinventa todas las historias es mi padre, yo, apenas las voy humildemente apuntando.
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