Martes, 26 de agosto de 2008 | Hoy
Por Adrian Abonizio
Llegaron por bandadas en época de primavera. Andaban de a dos, como casales en camisas blancas y pantalones de vestir negros. Bajaban de las nevadas montañas, el norte fabril, la modernidad, la era anatómica, los viajes al cosmos, los vaqueros y el spray, los aviones militares, las actrices, la salvación gracias al imperio. De la redención venían a hablarnos. Nosotros olfateamos mierda, así nomás. Olor a colonia, pies limpios, crimen.
Mormones, nos aleccionó la mamá de Claudita quien, piadosa como pocas les invitó a quedarse una tarde a comer torta con granadina en su propio living. Cada vez que los advertíamos en el horizonte de cortadas, pasábamos la voz, para acercarnos despacio a oírlos, verlos moverse: supersticiosos y forajidos como éramos dedujimos que cargaban una enfermedad viral repugnante traída del espacio en sus naves que te dejaba a su merced, plenamente idiotizados. Ellos, los rubiones altos, sonrientes, cara de boludos con granos. Maricas, dijo Esteban. Extraterrestres, sintetizó Cadierno. Vagos, tercié yo y tomando la de cuero hecha añicos la eyecté hacia lo alto para dar comenzada la contienda. Los vimos entonces. Venían francos y confiados por la vereda de la Beatriz. Vamos, dije en un pálpito. Y antes que se acercaran usamos el portón de la vecina por arco. Mandamos a Norber a simular atajadas. Medí la jugada, eludí a un contrario que se dejó pasar y contribuir a que la pelota por la canaleta de agua que se formaba bajo los cordones se embarrara al tope y húmeda, pesada, perforante como estaba la puse de punta contra ellos. Retumbó en la panza de uno, el morocho argentino que oficiaba de cicerone. Se detuvieron. El manchón era grande y hediondo. !Huy maestro, perdóneme!, le dijo el Fabio con solemnidad. Por retaguardia, como quien pretende un pase largo y aún no ha advertido el incidente otro bombazo le ahuecó la espalda al rubión, el que yo había elegido desde que lo vi llegarse al barrio por vez primera. ¡Ey, amigous!, se quejó y los colores se le subieron a la cara. Salió la mamá de Beatriz. Los consoló con una toalla húmeda y los invitó a pasar. Nos fulminó con la mirada. Luego, cansinamente nos ahuecamos en el alero de la sodería. Olí la pelota: la bala perniciosa y justa con aromas de zanjones criollos, sapos redundantes de baba, meada de perros, hojas pútridas. Una hermosura. El poderoso emblema oloroso de la patria, redención o muerte, pan y queso, viva la revolución, la conchidesumadre. Ahora sabrían, ya estaban enterados que este no era un barrio de cobardes. La próxima, con cascotes, batalló Carlos. E imaginó catapultas desde la techumbre de lo de la Muerta Mabel, la casa abandonada. Bosta, sugirió el gordo Toledo. No, mejor es la pelota, es nuestra coartada perfecta, reproduje de memoria en el idioma de The Untouchables, como veíamos los martes por la tele blanco y negro, llegado directamente desde su país de héroes, maffias y glorias. Tendrán de su propia medicina, recalqué. Por esos días habían asesinado a su presidente. Llegó limpita la bala trasmitida en el noticiero. Yo me admiré por la puntería. Fantasía pura. Matemática perfecta. A la tardecita, hartos y con la lengua afuera de correr nos sentamos en la ochava a resguardo con un botellón de agua a mano, mirando pasar la vida ajena, impretéritos y ausentes, dentro del mundo palpitante del barrio, vigías en descanso de la tropa. Los vimos al fondo de 9 de julio. Una mancha blanca en movimiento. Son un ejército, murmuramos por lo bajo. Se apoltronaron en la esquina de la ferretería y desplegaron la sábana tan blanca como sus camisas. Iban a dar pelis. Se vino como de golpe la noche rabiosa de estrellas y mercurio nuevo en la hilera de lamparitas con tejido. Cine. Un proyector. La gente que llegaba. Uno que hablaba al frente. Fuimos arrimándonos por los rebordes, invisibles y frescos de la sudadera, desconfiados, prontos a estallar. Algo iba a suceder. Se abrió el ojo lumínico: un Cristo llameante bajo el sol parlamentaba con una sombra altísima que venía a representar al Diablo y sus tentaciones. Ya la vi, termina que a él lo matan, musitó el Fabio. Los palomos blancos tenían un micrófono y hablaban encima de la cinta, traducida en cocoliche, con un dios de voz gallega que mandaba instructivas a su hijo en la Tierra. Cotejé el cuadro: dos de camisa blanca custodiando a los costados de la pantalla, uno con el aparato, dos por detrás, bajo los árboles. Guardias. Uniformados. El Beto no aguantó: tiró de punta, alto, sobre las cabezas de la gente el chutazo que vino a dar en el ángulo, donde estaba la cara de Pilatos, justo antes que encarcelaran al Nazareno. Cuando me agarraron ya era medianoche y un vecino me tiró un puntazo inocuo en las tripas pero que hice me doliera como las espinas al Crucificado. Lloré, falsariamente explotados mis intestinos. "Ni lo toqué -se defendió el tipo-. ¡Ni lo toqué! Me revolqué, como hacían los jugadores caídos por un foul exagerado. Me dieron agua, midieron la marca del lanzazo en el costado. Anuncié vómitos. ¿Porque, porque lo hacen? ¿Porque lo hicieron?, dijo en un quedo la voz de la mamá de Beatriz. Nos amonestaba con los ojos tristes. Yo no supe qué contestar, sólo me quedé tocándome la parte adolorida ficticiamente y me dije lo mismo: ¿Porqué? Porque tenemos odio, me contesté. Porque nunca iríamos a Disneylandia. Porque invadían. Porque no sabían jugar al fútbol.
Nunca más regresaron. Nunca más se proyectó película alguna y al tipo que me pegó le rompieron un diente a trompadas. Barrio salvado, dijo el gordo Toledo en esos días, mientras se hacía la señal de la santa cruz, se besaba la medallita y pateaba el penal que erró y que se fue bien lejos, al norte,tras los camisas blancas y sus mensajes divinos. Por una vez habíamos ganado.
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