Sábado, 27 de septiembre de 2008 | Hoy
Por Miriam Cairo
El hombre abrió la ventana y el ruido de la ciudad se agitó de pronto. Desde hace un tiempo es el gran protagonista de las historias que la narradora dadaísta publica en el diario local. Por medio de sensuales cualidades que aquella le va asignando se ha vuelto un amante codiciado.
El hombre se deja escribir porque cree que es una manera menos sacrificada de construirse un destino. Sin embargo, no se agota en una metáfora de edificación idílica sino que se esmera por desarrollar todos los dones que la creadora le atribuye.
Aquel domingo soleado en que el lector de sí mismo abrió la ventana rosarina, se extendía sobre la avenida, desde el río hasta la plaza, un día verdaderamente desparramado en tonos verdosos, y el hombre se movía en el comedor como potro alado. El, que había considerado, de unos años a esta parte, que la ingesta excesiva de asados y alcohol, eran los únicos goces que la vida le depararía, tuvo de repente una visión cuando leyó por primera vez aquel panfleto amoroso de la narradora cintilada.
Durante largos meses se dejó adorar en aquellos textos incomprensibles que, sin nombrarlo, lo aludían de manera encubierta. El no demoró mucho en caer en el séptimo círculo de la tentación de hacerse cargo de su infierno y buscó el momento para entrar en acción con la vecina del 8 A, que tantas veces le había dicho buen día, buenas noches, buenas tardes y otras tantas insinuaciones subrepticias, al pie de la escalera o en el ascensor, con la boca labiada de amarantos y violetas.
Cierta noche, mientras se lavaba los dientes antes de irse a dormir, cuando estuvo por completo seguro de que todo lo que aquella escribía era cierto, decidió invitar a la provocadora del edificio a comer. La cita ya había sido escrita por la narradora descalabrada, en el espacio semanal que el diario le dedicaba para que promoviera con igual fruición la masturbación diaria y el versolibrismo fragoso.
La cita fue aceptada y en poco tiempo el hombre resignado se convirtió en hombre amado. El, que había empezado el recorrido de su destino como caballo y lo había continuado como cordero, por obra de la lectura recuperó los ardores y se puso otra vez en camino hacia sí mismo.
El hombre que ese día argentino abrió la ventana rosarina hizo ademán de querer cerrarla pero el ruido ya había entrado. Aunque todo a su alrededor siguiera estando en su sitio, él ya no se aplastaba como un almohadón contra el respaldo sino que aprendió a volar sobre dos mundos como un pájaro amarillo. Contra el jaspe del corazón descarozado él litigaba una tensión íntima y barroca: añoraba que la esposa fuera su querida, que su querida fuera la esposa.
Su nuevo rasgo de amante surrealista le demandaba una afanosa tarea de reconstrucción temporal y estrategias anfractuosas: no es fácil escabullirse en el propio edificio. Al periplo dominical de la permanencia en casa, lo seguía la excursión semanal por los pasillos para concederse las más osadas cosquillas.
Las jornadas eran una alternancia entre el reclamo y las caricias, porque las historias crípticas de la narradora no profetizaban un divorcio, un aluvión de confesiones, una riña de gallos, ni una muerte repentina. El lector de sí mismo dependía del texto pero todo le hacía sospechar que la narradora pretendía que fuera él mismo quien escribiera sus horas de martirio, deleite o heroísmo. Defraudado de su autora favorita, un poco leyendo, otro poco obrando, honradamente se enredaba en las maromas de su vida. Con las piernas separadas entre el deber y la gloria, aguardaba una contratapa que le orientara el camino a seguir. Pero la narradora de mosaicos (aún hoy) se complace en no escribir una definitiva furia dominguera. Apenas lo aplasta como pálido glaciar contra el baño azulejado, lucubrando culos redondos y pezones de vino. Lo hace pasar horas jugando con sus resplandecientes escupitajos nacarados.
Si el protagonista no hubiera leído acerca de un mar veteado con listones de niebla, no habría tenido que corromperse entre el sí y el no. Entre la esposa y la querida. Entre el agua mineral y el ron. La lectura, ya se sabe, puede arruinarnos la vida. El protagonista se leyó, se reconoció, y perdió la saludable ignorancia que le impedía ver que el piso de su existencia se sacudía en un temblor neurasténico.
Aquel día, empleando recursos cinematográficos muy rudimentarios el hombre abrió la ventana y entró el ruido. Entró también un tedio sonoro como rotura de vidrios. La telenovela familiar supuró una secuela amniótica. Al abrir la ventana el anillo se retorció con un retortijón teratológico. El lo tiró por la rejilla y en contra del lacio pelo convencional se peinó unos rizos dignísimos.
El lector, con los ojos bien abiertos abrió la ventana rosarina como si fuera agosto en Edimburgo. Su cabello rubio era apropiadísimo para protagonizar versos pastoriles. Si hubiera leído a una verdadera poetiza, se habría visto tentado de correr por los prados como un cervatillo. Habría hecho cabriolas en los versos octosilábicos, y con la flauta dulce musicalizaría severas rimas consonantes en vez de sacudirla como taladro insaciable dentro del versolibrismo del octavo piso. Leerse en redondillas lo habría ayudado a asentir con la cabeza y el alma desde la primera hasta la última culpa con la que tan eficazmente afianzan el vínculo los esposos y las esposas. Pero él, claro está, no leyó a una verdadera poetiza y mal sospechándose dueño de sí mismo, eligió concebirse en un acto de lectura que descoyunta. En vez de andar de rodillas por el parquet del comedor, prefirió recorrerlo como potro alado. Además, como si todo fuera poco, jugó con las maromas: "A e u o yuyuyu i e u o/ yuyuyuyu/drrrrdrrrrgrrrrgrrrr/la loca del pueblo incuba bufones para la corte real". (Continuará).
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