Lunes, 6 de octubre de 2008 | Hoy
Por Sonia Catela
Tenía que conseguir los cien pesos antes de las once, ¿de dónde?, y con puntualidad; María Teresa se había detenido específicamente en la hora, "las once, ¿entendés?" tono de "me juego la vida". Pedaleó por San Martín a toda marcha, sin rumbo, como si acelerando pudiera arrimarse al lugar donde lo esperaba la plata. Un prestamista, razonó, ¿pero quién?
"¿Y para qué me pedís esa suma, Tere? sabés que yo..." María Teresa derrumbó la cabeza: "No te molestaría si no se tratara de una verdadera urgencia", nunca así, en siete años de relación, "un colapso" casi gimió su mujer; las sirenas de la desmesura debutaron en su boca, "colapso", y le dieron la pista de lo que enfrentaban. ¿Qué enfrentaban? Se detuvo contra el cordón, se concentró, armó una lista de los posibles tenedores de la suma; la redujo a dos nombres: su hermana y Marquitos. Pedaleó hasta Oroño, atracó la bicicleta, lo atajó doña Gutiérrez, "vea, joven, su hermana se fue hará una hora", agradeció a la vecina pero se acalambró sobre el timbre, gritó, aporreó la puerta de Celia hasta que la casa lo convenció de que no envasaba a nadie. Cuando su hermana salía, salía. ¿Pero, por qué tan temprano? ¿habría una reunión de padres en la escuela de Marcelito? Doña Gutiérrez barría la vereda vista al suelo, ninguna intención de ofrecérsele como fuente informativa. Enfiló hacia la 975, esquivó a un barrendero y un perro, tiró la bicicleta contra la fachada de murales pintados por los pibes, siguió a la vicedirectora en sus meneos de cabeza: no se había convocado a los padres en general ni al de su sobrino en particular. Por lo tanto Celia, ahí, no. Controló la hora en el reloj de pared de la rectoría, 9.45. Corrió.
"¿Y por qué a las once, Tere?", "Tengo que entregar la plata a esa hora", "¿Entregarla? ¿A quién?", "A un acreedor", "¿Tuyo?", "Claro, mío", convertida en un espectro, estás mal, sí, ando mal.
A Marquitos lo encontró en la esquina del "Diez Billares". Tenía que entender que era su única esperanza, me agarrás mal, pibe, y ¿en qué asuntos se metió tu mujer? No será para tanto, ¿con veinte pesos te alcanza? Ni veinte ni setenta.
"Le debés a un acreedor. ¿Pero acreedor de qué, Tere? Tenés que decirme", "Yo..."
Por la bicicleta podía sacar cincuenta pesos en Boby Cicles, que sumaría a los veinte de Marquitos; tomó el billete, salió rechinando cubiertas, los otros treinta, los otros treinta faltantes, "andá a lo de Rivas, a lo mejor te recibe algo en empeño". Algo. Qué. Un semáforo rojo tras otro, 27 de febrero venía con tránsito pesado. "Soy tu marido, largame el rollo, Tere", "Tuve que ir a lo de Beba", "¿A qué?", "A sacarme... ya sabés; a hacerme un raspaje".
Ahora tenía los setenta pesos pero andaba de a pie.
"¿Un raspaje?", "Un aborto, que querés. No podemos mantener otro más", se le abrazaba María Teresa, "No me contaste nada. ¿Y por qué a las once?", "Porque Beba me puso ese plazo", "No será tan de vida o muerte". "Es...", "Pero decime, Tere, decime qué pasa". Y ella se le colgaba de la nuca.
Recuenta monedas y se toma el 145. Se planta frente a la vidriera del ropavejero y prestamista. Observa las memorias, los recuerdos, las herencias expropiadas; crucecitas, alianzas matrimoniales, dentaduras postizas, anteojos recetados, pillajes. Siempre ha eludido a Rivas. Recarga su ánimo con aire. Rivas lo conoce, ya le debe haber echado el ojo a algo, algo de él, o en él, un pedazo de su carne, o rebuscará más hondo, en lo que más duela, duela hasta morir, tasará, tomará lo suyo, se guardará la ganancia y le contará bien los 30 pesos, ni un céntimo más.
Y su mujer se le colgaba de la nuca, "¿Sabés con quién anda la Beba?", "No, Tere", "Con Anchával", "¿Y eso qué tiene que ver?", "¿Sabés dónde trabaja Anchával?", "Terminala con el suspenso", "En la comisaría trabaja; de agente". "¿Y por qué la Beba debería decírselo a Anchával?", "Porque le gusta mucho la plata. Y si a las once no se la llevo, le avisa al novio y termino ya sabés dónde. Beba me lo advirtió, clarito. No hay otra". Sí que se trataba entonces de la bolsa o la vida.
Se desenrolla las mangas de la camisa tapándose el tatuaje, se abrocha los botones hasta el cogote, se mete lo mejor que puede la cabeza dentro la gorra; ojalá conforme a Rivas con las zapatillas que lleva, bastante nuevas. Se ríe de la ingenuidad. Aceptará despojarse de lo que el usurero reclame con una sola condición: las once. Mientras la plata venga antes de las once cualquier amputación, saqueo, lo que sea. Empuja; la campanilla de la puerta lo raja en pedazos; se adentra aunque vengan degollando.
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