Lunes, 6 de octubre de 2008 | Hoy
OPINIóN › SIETE DíAS EN LA CIUDAD
La ciudad que quedó al desnudo en las 48 horas de paro de los municipales de Rosario. El comportamiento "ciudadano" cuando nos sabemos fuera del alcance de la vigilancia y la sanción. Una muestra de lo que pueden ser dos días completos de "desenfreno" violatorio de normas mínimas de convivencia.
Por Leo Ricciardino
Las últimas 48 horas de paro de los trabajadores municipales, dejaron a la vista esa compulsión tan rosarina -y obviamente, argentina- de arrasar con todas las normas vigentes. El impacto de la medida de fuerza podía medirse no tanto por los servicios que no se cumplían o que lo hacían en forma reducida a su mínima expresión; sino más bien que la fuerza de la protesta consistía en observar cómo la gente se lanzaba a violar las ordenanzas que pudiera.
Fue como una competencia. "Usted dispone de 48 horas para": Estacionar en doble fila el tiempo que quiera, revolear la bolsa de basura desde la distancia que le plazca, dejar el auto en una parada de colectivos, tomar taxis a mitad de cuadra, cruzar en diagonal, de espaldas y por el medio la calzada para alcanzar la otra vereda. Y más, mucho más, tirar ramas y césped en los contenedores, subir el coche a la vereda a la nochecita (para que esté cerca de la ventana), y otras cuestiones por el estilo.
Somos, a no dudarlo, un público difícil. Hay como una necesidad, casi un ruego de la autoridad aplicada las 24 horas, sin descanso posible. Y no es que sea algo inevitable, un mal incurable o un virus contraído quién sabe en qué oleada inmigratoria. De hecho, hay otros pueblos que no son así. Y no hablo únicamente de países desarrollados con mejores servicios y todo eso que habitualmente se dice. En todo caso, los servicios son mejores porque el Estado está integrado por personas tan educadas, gentiles y dedicadas como los usuarios de ese mismo servicio. Y porque el funcionario cumple con las normas tanto como el destinatario de sus esfuerzos. Hablo de muchos pueblos en general, en América Latina incluso, donde padecen las mismas y peores consecuencias que nosotros; pero lo sobrellevan sin histeria, con más dignidad y sabiduría.
Y también está la bronca. La bronca de pertenecer a ese universo intolerante y ciudadano que día a día circula por estas queridas calles. Uno es como un adicto en recuperación, sabe que debe controlarse, respetar, pero apenas hace unos metros el monstruo crece adentro y se recae. En la falta de respeto a las normas y hacia el otro, nos dejamos llevar en esa vorágine de incumplimientos que a veces hasta ponen en riesgo nuestras vidas. Hablamos como señores educados del boom de la construcción pero no del calvario del vecino de ese edificio en ciernes. Ni mucho menos, de los obreros que mueren todos los días -en muchos casos- por la avaricia de los que protagonizan ese boom.
Pero sin llegar a ese punto, por cierto el más dramático (igual al de los accidentes de tránsito), tampoco podemos con las pequeñas cosas. Así que, fuerza, y sobre todo gracias a los trabajadores municipales que -cada tanto y legítimamente- con su protesta nos ponen al desnudo y muestran como en espejo, cómo somos realmente. Créanme, no es muy agradable verse así.
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