Miércoles, 17 de diciembre de 2008 | Hoy
Por Jorge Isaías
Perón, Huracán y López, decía siempre don Faustino, en una obvia definición de sus preferencias.
En primer lugar el General, decía, luego el Huracán Foot Ball Club que era nuestro club y nuestra segunda casa y en tercer humilde término él mismo, en su plena alma quirquinchera.
Don Faustino era vecino nuestro, obrero como mi padre, siempre vestido de brin gris mugre. Pantalón y blusa de grandes bolsillos en el mismo color y una gorrita de cuero arratonado.
Tenía cinco hijos y una mujer que se llamaba doña Rosa (grande, maciza, de anchos vestidos estampados y grandes pechos, de cara pecosa y rubicunda); nos sabía llamar para darnos un puñado de caramelos cuando atorranteábamos en la cortada con gramillas y perros vagabundos.
De esos cinco hijos, las dos mayores eran mujeres: Pocha y Chiquita, el tercero era un grandulón morocho y torpe que nos robaba las bolitas a los más chicos y luego escapaba apedreado por toda la barra: el Gordo López, para todo el mundo. El más pequeño era caprichoso y llorón y le decíamos "el Huguito", lleno de indefensión y tonterías.
Dos años mayor que yo era el cuarto, se llamaba Juan Carlos y le decíamos El Chorchi. Recorrió conmigo y toda la barra hasta el más remoto baldío jugando al fútbol y defendiendo los colores rojiblancos de El Jazmín. En ese primer equipo jugábamos El Ñangá Gómez, el Tago Sánchez, el Toto Míguez, el Chajá Correa, el Pili Míguez, el mismísimo Chorchi y yo. La consigna era: ¡El barrio del Jazmín nunca se rinde! Esto nos llevaba a tratar de ganar en el fútbol y no arrugarse cuando venían los puñetazos o las pedradas. Para algo éramos de El Jazmín, barrio notable si los hay en mi pueblo.
Con los años me enteré que El Chorchi murió en un accidente estúpido y doméstico. Valga para él éste, mi homenaje de hoy, ya que de él sólo tengo en el recuerdo su cabeza rapada, sus pantaloncitos de niño pobre y las estiradas que hacía en el arco para tapar los pelotazos de los equipos adversarios. También los infinitos robos de frutas en las quintas vecinas.
Pero estoy recordando a don Faustino. Tenía dos pasiones además del peronismo y del club de sus amores al que seguía con fruición por todos los pueblos polvorientos de la zona: las carreras y el tinto.
Con respecto a esta última afición mi padre me cuenta una anécdota: estando con otros hombres en el bar del Turco Alé, hombres que no conocían el sabor del agua o la mera abstención alcohólica ni para el día de su propio santo, él bromeó con otro que empinaba el codo con prontitud y esmero, creo que era el mismísimo Tufo Luna. El otro, rápido, contraatacó:
Claro, vos no tomás nada. Tenés la boca de bronce, vos.
Aludiendo que criticaba a los demás aquello que sobraba en él: las ganas de tomarse todo el vino que anduviera cerca.
Todos los boliches de entonces lo vieron entrar y muchas veces salir con poco equilibrio un rato más tarde. La fonda de don Antonio Aronna, los bares del Gordo Aranci, el del viejo Chinchibira que se llamaba "El cometa" y que luego fue de los turquitos Esne, el del vasco Maturana, el del viejo Isaías mi abuelo, el de Pito Mazza, y hasta los míticos "El amanecer" de don Carlos Mancinelli o la "Copa de Oro" de don Marcos Marquicich.
Lo cierto es que casi todas las noches, el Boca de Bronce venía por el medio de la ancha calle que terminaba en mi casa y en la de don Peralta, doblaba hacia la suya justo en la esquina del Cholo Beluschi y daba sus consabidos "sapucai" empujado por el vino generoso que había ingerido. Testigos eran casi siempre los sapos bobos de las esquinas, el inmenso cielo de mi pueblo y algún perro vagabundo que ladraba distraído. Venía alegre y sacándose la gorra en las esquinas gritaba:
¡Guarda las toscas!
Y a veces agregaba:
¡Acá viene Faustino López!
Como si algo que no fuera su propio equilibrio se le pudiera interponer entre él, el silencio de la madrugada y el viento que le barría la cara en invierno o algún cascarudo en el verano debajo de una luz en las esquinas o el mismísimo suelo de tierra.
Ahora debo hacer una inflexión histórica y contar que un día Faustino López, a quien todos llamaban "Boca de Bronce" cambió su grito nocturno por otro más politizado y rebelde.
Era el año ´55, aciago año de la reciente Revolución llamada "libertadora" (fusiladora, mejor); la noche, una primavera de brisa apacible, el hombre bien adobado por dentro por un profuso y rencoroso vino caminaba hacia su casa por el medio de la calle, como siempre y cuando llegó a ponerse bajo la macilenta luz de la esquina, cuando ya debía desviar hacia la izquierda para cubrir los 50 metros que lo separaban de su casa, advertimos que lo había hecho en un disciplinado silencio, si bien venía con muy poca estabilidad, trataba de que ésta fuera la más digna posible, aunque no sabría si lo miraban o no.
Se paró bajo esa lamparita solitaria, gritó un "sapucai" como siempre y tiró la gorra al aire, gritando:
¡Viva Faustino López!
No lo juzgó suficiente, al parecer, e insistió:
¡Guarda las toscas! ¡Guarda gorilas que vuelve el Macho!
Y con toda la voz que le salió de la garganta gritó:
¡Viva Perón, carajo!
Al fin pareció satisfecho y enfiló para su casa. Las sombras se lo comieron como si nada.
Entonces volvió el silencio como una arpillera negra.
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