Martes, 3 de febrero de 2009 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Me dice Cristián Hernández Larguía que es evidente que tengo una obsesión por todos aquellos libros que he perdido y no volveré a tener entre mis manos. Es cierto, por supuesto, ya que la biblioteca que va formando a lo largo de los años un autodidacta solamente puede ser comprendida por ese mismo autodidacta y no por otro, y menos aún por un profesional de las letras. Yo puedo explicar por qué algunos libros que acaso parezcan extraños en los estantes tienen su razón de ser. Cada libro esconde un significado que solamente uno comprende. Muchos podrán comprender el libro, pero no lo que en tal o cual caso me llevó a tenerlo. Ahora estoy tratando de edificar (ignoro si el término es el adecuado) una nueva biblioteca, con los libros que todavía conservo de aquella otra, la que perdí, y con los que poco a poco voy comprando, en estos momentos en que comprar un libro es como un lujo. En algunos casos siento que los que consigo son meros sustitutos de los que tenía, pero poco a poco los comienzo a amar como antaño. Después de todo, no debe ser tan importante. Hay cosas peores. No oigo bien, ando como por la quinta dentición, me cansa caminar, mi estatura ha disminuido en unos diez centímetros y otras capacidades que creo alguna vez tuve han descendido en millones de años.
Mejor volver a los libros, a algunos sobre todo, a esos que un día estaban al alcance de la mano y hoy sé que están en el paraíso perdido y no los puedo conseguir por ningún lado. Son en realidad libros comunes, nunca me interesaron las primeras ediciones. Y si ahora están en algún estante es porque a los 73 años hay libros que compré cuando salieron, y después el tiempo los ha transformado en las ediciones inaugurales. Lo que sí me importa es que casi todos están subrayados y con anotaciones en sus márgenes: eso es irrecuperable. Podría, desearía hacerlo, hablar de un libro que aún tengo, con las notorias marcas del tiempo. No quiero arreglarlo. "La tumba sin sosiego", la primera edición en español, editada por Sur en 1949, en una magnífica traducción de Ricardo Baeza, me acompaña desde aquel día en que Willy Harvey me lo regaló. Sí, lo sé, ya he hablado de este libro. Tengo en él anotaciones y subrayados que van desde fines de los setenta hasta estos días. Si decido hacerlo encuadernar dejará de ser lo que es para mí. Es decir, el paso del tiempo, con sus dudas y esperanzas, durante los últimos treinta años.
En subrayados y anotaciones marginales sólo es superado por la versión del "Journal" de André Gide, cuya primera edición en español fue realizada y traducida por Miguel de Amilibia y publicada por Losada en 1963. Pienso que debo haberlo adquirido un par de años después y desde ese entonces leo y releo esas páginas de asombrosa sinceridad, aunque para algunos Gide sea ante todo un cínico. La única observación que la haría es que hay un hecho fundamental en su vida que no cuenta en el diario: su necesidad de tener un hijo con la hija de su mejor amiga. En la nota que le escribe no hay cinismo alguno: le confiesa que sólo ama a una mujer, la suya, que únicamente siente placer con los jóvenes (aunque para ese momento su homosexualidad ya era bien conocida) pero quiere, agrega, tener un hijo con ella. Y lo tiene. ¿Por qué no lo apunta en su diario? Con seguridad, pienso, para no herir más a su mujer, a quien ya había herido bastante. Y no miente cuando ella muere y afirma que sin ella todo está perdido.
Dejemos ahora que Cyril Connolly hable de Gide. Lo hace en su libro "Cien libros clave del movimiento moderno (18801950)". Escribe acerca de "Si le grain ne meurt": "La autobiografía de Gide es una obra de arte o, más bien, el verdadero retrato del artista adolescente, ya que su horizonte es mucho más amplio que el de Joyce y escribe con emoción eléctrica. Adinerado, provenía de una larga ascendencia protestante; católico por el lado materno, con raíces en Nimes y Normandía. La influencia de su madre fue decisiva. Este no es sólo el relato de un adolescente que huye de su familia, sino el descubrimiento de sus inclinaciones homosexuales, el primero de su tipo en la historia que revela esas experiencias en primera persona (animado por Proust, véase el 'Journal'). Gide había escrito 'Corydon' en 1911 para demostrar que la homosexualidad no estaba en contra de la naturaleza, pero nada se compara con el cautivador relato de su iniciación con Wilde y Douglas en Biskra, el impacto de un descubrimiento personal que coincide abruptamente con su matrimonio platónico con una prima".
"Si el grano no muere", en su versión al español, no se encuentra incluido en su "Journal", como tampoco lo están sus últimas anotaciones, "Así sea o la suerte está echada", traducido por Julio Cortázar. Ese libro está dedicado a su hija Catherine. Cortázar, en unas brevísimas líneas iniciales (que no son un prólogo, que no están firmadas), dice que emociona pensar que las últimas líneas de ese pequeño libro las escribió cuando ya la muerte se encontraba muy cerca. Es curioso que hasta hace algunos años ni el "Journal" completo ni ese pequeño volumen traducido por Cortázar se podían conseguir en España. Todo Gide figuraba en el afortunadamente desaparecido "Index", y Franco hacía cumplir rigurosamente esas cuidadosas recomendaciones de la iglesia. Es triste leer en un buen crítico como Charles Moeller que está bien que Gide haya estado en el "Index". Parece que era un tipo contagioso.
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