Miércoles, 4 de febrero de 2009 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Benino, le llamaba mi padre y sus amigos. Supongo que se llamaría Benigno pero la argentinidad somete a la gramática y desaparecen consonantes molestas. Benino era corredor de bicicletas y tenía su taller cerca del colegio. Reparaba toda maquinaria casera, desde un ventilador hasta una olla. Pendían en un parante de fierro las cacerolas con un número pegado debajo; las licuadoras sobre un estante, las radios en un sofá. Benino sabía de libros además. Y de mujeres. Y de juego clandestino. Y de comunismo. Todo dentro de una mole elástica de huesos largos y piel delicada, músculos de fibra y sonrisa de galán. Le temían los cornudos consuetudinarios y las suegras estériles. Los casados embrutecidos y los cafiolos temerosos de que se robe alguna pupila, como decían lo solía hacer con sumo arte. Se amancebaba y luego las largaba a la vida libre. Benino tenía una hamaca paraguaya detrás, bajo los nísperos y el solo hecho de poseer este objeto nos hacía envidiarlo: sabía vivir. Le temían, creo que por ello, por ser agraciado y saber sacarle jugo a todo. Benino nos había regalado un pico para inflar la pelota que él mismo había construido con los deshechos de uno viejo y encima, hasta le había grabado sobre el tubito de bronce la palabra mágica: Campeones Siempre. A veces parábamos en su vereda, protegida por la sombra de paraísos. Nos dejaba hacer y en ocasiones nos alcanzaba una botella de vidrio helada con jugo de limón, cuando regresábamos del desierto tras una incursión de legionarios. Benino corría para El Titán. Le habían provisto de casquete y rodilleras y en el caño de la bici, una plateada y amarilla que era como un rayo de luz, habíanle pintado los colores del club. Benino trabajaba desde temprano y a veces desaparecía horas, dejando la puerta entreabierta con un cartelito: ¿quien le iba a robar algo? Además, se decía, andaba en alguna correría y mejor era esperarlo que retarlo por la tardanza en entregar un artefacto. Fui yo el que oyó la maldición. Maldito el día que lo oí. Había ido a buscar una pelota escurridiza tras el telón que comunicaba con la sala donde los adultos jugaban a las cartas. Paré entonces la oreja, envié la pelota a los pibes y me quedé oyendo mejor. ¿Y si no agarra?, decía uno Tiene que agarrar, se oyó. Lo que quieras, pero a nadie le gusta ir para atrás, así que hay que asustarlo con alguna cosa. La guita, le ofrecieron la guita ya?. Sí, pero nos echó. Un silencio con olor a tabaco; yo estaba paralizado. Intuía que aquella conversación era fundamental y terrible. Es un soborno eso, nos dictaminó el primo de Carlos que estudiaba abogacia y estaba paralítico. Como en Los Intocables, se entiende?, graficó elocuente. Se le paga a alguien para que pierda así el que apuesta en su contra gana mucho. ¿Cuándo es la carrera? Yo me voy mañana a Buenos Aires para el tratamiento, si llego a tiempo averiguo. Salimos a la tarde noche como de una escena en un film de matones. El sábado era ya al día siguiente cuando se lanzaba la etapa final de la carrera. A nadie de mis amigos le interesó de verdad. Es cosa de grandes, que se arreglen, fue el dictamen de la mayoría. Pasé por el taller: Vuelvo en 15 se leía en birome. Esperé hasta que mi vieja me vino a buscar. ¿Que hacés ahí en el mármol, con este frío?. En la mesa conté todo. Hablaba de Benino como un dios al que había que salvar. Mi hermana se burlaba. Mi padre sentenció: No es bueno que los chicos anden oyendo conversaciones de los mayores. Al otro día, sobre el atardecer supimos que Benino había ganado y que camino de vuelta a la altura del caminito del cementerio lo habían esperado y molido a palos. Estaba en el Carrasco. La bicicleta la encontraron hecha un ocho colgando de una morera. Era sábado noche; Mancera graznaba por la tele. Lo miré a mi padre, le pregunté si sabía. Sin dejar de mirar la pantalla susurró. Es así hijo, no se puede nadar contra la corriente. Sentí una pena que era como una bocanada de algo sucio. ¡Sí, pero esto no!, le grité mostrándole el pico donde Benino había grabado Campeones Siempre. !Esto no, esto no! y una vez que estuve lejos de la cocina, subido al techo, me largué a llorar con ganas.
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