Martes, 17 de febrero de 2009 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
¿Qué es aquello que nos impulsa a escribir el poema? Es un lugar común decir que no se trata de inspiración; también afirmar que no somos los mensajeros de las palabras de alguna divinidad que ignoramos. Es así, aunque debemos suponer que algo hay, y que si no podemos llamarlo inspiración ni tenemos palabra alguna para nombrarlo o aproximarnos, entonces no lo diremos. El diccionario nos habla de dos acepciones de la palabra inspiración que interesan a la literatura: la primera la considera como ese algo que nos transmite la divinidad, como por ejemplo en los libros sagrados de las religiones monoteístas, que tienen un autor, Dios, y aquellos que comunican su mensaje; la otra es la que se refiere al efecto de sentir el escritor, el orador o el artista, en especial el poeta, aquel singular estímulo que le hace producir espontáneamente, "como si lo que produce fuera cosa hallada de pronto y no buscada con esfuerzo".
También puede ocurrir que los dioses no contribuyan a la creación de una obra sino que la impidan llevando al poeta a la locura. El ejemplo más comentado es el de Hölderlin. Hay poetas a quienes las líneas de algunos sus poemas les fueron "dictadas" por ángeles, como en el caso de Rilke. El análisis que hace Harold Bloom de la sabiduría nos hace comprender (creo) que hay una diferencia entre la genialidad y la sabiduría. Hamlet, según Bloom, es uno de los personajes literarios más inteligentes, pero el mismo Bloom sostiene que es cualquier cosa menos sabio. En apariencia deberíamos estar seguros de que el genio, el sabio, nada tienen que ver con la inspiración. Sin embargo, no estamos del todo convencidos de tal cosa. Ese algo al que nos referíamos más arriba es aquello que nos impulsa cuando ya hemos encontrado el estímulo que lleva al poema. Nos gustaría decir que se trata de algo misterioso, pero no nos atrevemos. El poema, como el amor, han sido siempre algo misterioso, aunque la ciencia actual está prestando particular atención a que esos hechos responden a las incitaciones que recibe el cerebro, que es en él donde reside todo. Puede ser; puede ocurrir que en algún momento se descubra que en tal lugar de la mente (aunque mente no es sinónimo de cerebro) se encuentra el punto desde el cual nace Hamlet, el Quijote, el mundo de Moby Dick, los personajes de los relatos y poemas de Borges, la forma en que Antonio Porchia encontró sus "voces". No nos complacería demasiado ese hallazgo, ya que hay suficientes ejemplos de quienes, siendo espléndidos poetas, eran objeto de manipulaciones (que se estimaban necesarias) en el cerebro y cuando salían de ellas estaban transformados en otras personas.
Cuando hablamos del poema o de los poetas nos referimos a una "creación" o a un "creador". Por eso podemos pasar de la poesía en su sentido más restringido a otras formas de lo que llamamos arte. Lo que hizo Charlie Parker en el jazz es algo único. Y eso que hizo, hasta su temprana muerte, fue bajo el desarreglo absoluto de todos sus sentidos, tal como lo preconizaba Rimbaud. Se ha dicho, empero, que si Bird no se hubiera drogado de la manera que lo hacía, hubiese llegado mucho más lejos con su música. Es una hipótesis que no podemos corroborar. Parker murió a los 35 años. ¿Destruyó la poesía de Dylan Thomas su desbordante amor por el alcohol? Tampoco podemos responderlo. Dashiell Hammett murió a los sesenta y siete años, pero lo esencial de su obra ya estaba escrito antes de que cumpliera cuarenta. El alcohol y posiblemente Lillian Hellman fueron las pasiones que desde aquel momento reemplazaron a la literatura. Dos ejemplos que conocí de cerca, dos poetas de indudable talento. Uno de ellos, Diógenes Hernández (que ganó un premio Musto y nunca se lo publicaron), era una persona cuando estaba dado a la bebida y fue otra cuando presuntamente lo curaron de su alcoholismo. La primera tenía ese particular encanto que pueden tener algunos poetas. Era suficiente escucharlo decir los poemas de Horacio o de Virgilio, de Ovidio o de Tíbulo (en su idioma original) para que nosotros, sin saber una palabra de latín, comprendiéramos cabalmente lo que en realidad no entendíamos. El otro poeta fue Willy Harvey. Tuvo una vida de continuos desarreglos, y muchos niegan la calidad de su poesía. Terminó en un loquero sin estar loco y murió atropellado por un camión.
Es tiempo, creo, de robarme unas líneas a mí mismo. ¿Cuáles son los impulsos hacia el poema? Salvo el amor, el odio a la violencia, la lectura de Montaigne, Camus, Orwell, los impulsos han ido cambiando con los años. No del todo, sin embargo. En los sueños sigo pensando en ese poema que no recuerdo al despertar. Me sigue atrapando la conducta desconocida de los objetos una botella, un paquete de cigarrillos, un disco viejo y me tienta escribir desde ellos. Se ha acentuado lo que mi amigo Eduardo D'Anna considera lo delirante, y lo es. Desde que en este mismo diario publiqué la historia de amor entre Beatriz Viterbo y Jelly Roll Morton, esos encuentros imaginarios me persiguen. Y también algo que no sé bien qué es pero que trato de escribir (intentan ser poemas): algunas casualidades. He escrito demasiado. He publicado poco. Y sigo sin entender muchas cosas. Tal vez sin entender nada.
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