Sábado, 21 de marzo de 2009 | Hoy
Por Miriam Cairo
Ella dice que nadie, con dos dedos de frente, va haciendo por ahí esta pregunta: "¿Es tu esposo?" En principio, porque todo bien nacido tiene cierta aprensión por los posesivos: ser dueño de algo implica capitular, como el más mórbido capitalista, ante las luces de colores de la propiedad privada.
Dentro de todos los males, ella admite que tener un auto es más aceptable que tener un marido, porque al auto, uno lo posee con claros fines de estatus y egolatría y, además, lo cambia sin ningún remordimiento.
Sin embargo, lo del esposo es distinto porque, aunque algunos logren disimularlo, un esposo es un ser. Y ahí es cuando se entiende que a todo bien nacido le estorbe tanto el posesivo.
Ante aquella capciosa pregunta, una bien nacida responderá que ese ser trabaja, ronca, se queja, duerme, se aburre, respira y habla como esposo, pero ella nunca quisiera tener que decir "sí, es mío". Porque si él es de ella, ella es de él. Y ella no sólo carece de la domesticidad pertinente para pertenecerle, sino que por sobre todo, ser propietaria de un ser no la estimula en lo más mínimo. A ella sólo le gustan los seres que son dueños de sí mismos.
Sobre todo, él quiere que yo escriba como si 'vos' fuera la tercera persona porque dice que cuando la lingüística mete las narices en la verosimilitud nos hace comer su grupa amarga.
El cree que cuando digo 'yo', la gente lee yo, y cuando divo 'vos', piensa que se cae de maduro que es él. Entonces, se siente más tranquilo cuando digo 'él', porque 'él' es distinto de vos. 'El' es lo mismo que nadie.
Es cierto que la tercera persona deja tranquila a mucha gente, porque cuando digo 'él' es como si él no existiera, como si nunca se hubiera movido de su casa para llegar a ser mi vos.
Pero en lo que se refiere a mí, yo ya no niego nada, porque estoy tratando de hacerme una vida más cercana a la señal de mi presencia. Tampoco me empeño en decir que mi vida es una vida, porque las vidas, así como así no me interesan. Yo ya tuve una hecha y derecha. La ling_ística podía meter sus narices donde quisiera que mi vida sintáctica nunca estaba desordenada. Pero esas no eran para mí buenas noticias porque por entonces, mi 'yo' era un 'yo' en tercera persona. Un 'yo' lo mismo que nadie.
El no es proclive a ocultar el dolor con una pierna fracturada bajo las ruedas de un camión, en cambio tiene facilidad para fingir que no siente otros dolores más evidentes.
El sólo tiene sus manos para estar solo y una mueca aprendida para la foto de la fiesta de San Patricio.
Si un hombre sonríe para la foto nadie le pregunta si esa sonrisa es de verdad. Si no sonríe, tampoco le preguntan si esa tristeza es de verdad. La verdad es una materia que evalúan otros.
Pero lo que nadie sabe es que él tiene un anzuelo clavado en el corazón. Se cuida de que nadie vea sus gemidos de placerdolor. Hace un aprendizaje musical del silencio.
Todos ven la pierna rota y aprecian esa mueca benevolente que ofrece para el portarretrato, pero lo que está clavado en su corazón no lo ve nadie porque no debe verlo nadie. Además de que nadie crea ya, que él tenga todavía algo clavado en el corazón.
¿Qué visión de la vida puede transmitir la maldita en su escritura, al incluir en el mundo criaturas tan carcomidas? Aunque éstas provengan de la más prominente realidad, en sus textos no logran seguir mereciendo la misma lástima.
Si bien es cierto que cada renglón escrito nos confirma que ella nunca debió escribirlo, nos preguntamos de qué otro modo nos encontraríamos renegando de penetrar en terrenos tan peregrinos.
Lo principal es que ella sabe bien que la conciencia no la respalda. Y que su monstruosa desmemoria le ayuda a sabotear toda omnisciencia dobladora de sombras.
Dos cosas debemos notar a esta altura del desconocimiento. En primer lugar, que el lector maldito está dentro de la mente de la narradora maldita. En segundo lugar, que la tercera persona tiene valor de primera, que la primera tiene valor de tercera y que con el vértice filoso de su escribir traza la costura que cose un esperanzado nosotros.
Quede claro que cuando llegue el momento de empuñar las armas, a la que mira y trastoca, le va a temblar el pulso.
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