rosario

Domingo, 15 de enero de 2006

CONTRATAPA

El mandato de la sangre

 Por Luis Novaresio

Fue el primer llamado de la sangre. Todo un signo, ¿no?. Me preguntaste si sería todo un signo. Y yo me imaginé una metáfora hecha gesto que te unía a la sangre de ella, de tu madre. Nada que ver. Me dijiste que nada que ver. El llamado de la sangre fue cuando ella, mi vieja, pegó el grito y me dijo que le alcanzara una toalla, que no me asustara, que le avisara a mi padre para que la llevara al Hospital Italiano. Creo que al Italiano. Pero que llamara a mi viejo, me contaste, que le salía sangre de su nariz, eso sí que era cierto.

La sangre tira, dice la sabiduría popular. Nunca imaginé que tirar era empujar a la angustia. Hacia el abismo del miedo de alguien invencible que sangraba. Tu madre, me decías, es la diosa invencible que puede. Puede todo. Puede hacer esos tallarines con sólo abrir una alacena y golpear harina hecha masa. O puede, con esa misma harina, hacer budín inglés sin frutas abrillantadas y espantosas, si a nadie le gustan, yo no sé para qué se las ponen. Puede llevarte al club, ella puede llevarte a la plaza, a la casa de tu amigo de la cuadra. O puede no. El poder de una madre no sólo es el poder sino el poder no poder. Poder no querer. Poder no dejarte. Puede convencer a tu viejo, puede mejorar una mañana de lluvia. O puede no, todo eso. Poder de madre. Por eso es que uno no sabe qué hacer cuando las ves sentadas en el baño, pálidas, al borde de ser vencida, pidiendo una toalla, a su esposo, a un médico. Más tarde fue saber que las hemorragias nasales son la herencia mediterránea de los abuelos piamonteses que abandonaron las alturas de los Alpes, en donde la nariz no se lastima, para venirse a la ciudad del río color marrón en donde se viene a hacer la América. Se hereda. La enfermedad se hereda. Pero vos me contaste que no te tocó tener esas manchitas rojas en la nariz, en la cara, en donde sea y sangrar porque sí, por la emoción, por el dolor, por lo que sea. La enfermedad no. El resto, sí, me dijiste. El resto sí se hereda.

Hoy me reí mucho, me dijiste. Pensé en algún festejo especial que le estuvieras preparando por su cumpleaños. Nada que ver, me dijiste. Me reí leyendo a los funcionarios de educación que dicen que van a cambiar el sistema para mejorar la enseñanza. Y pensé en la vieja, me dijiste. En todas esas mujeres como mi madre, de su edad, de su esfuerzo de su generación, que nos enseñaron sin tanto discurso alambicado lo básico que la educación hoy desconoce. Nuestras viejas no sabían de interacciones coadyuvantes de nuevos intersticios transversales que llevara a los educandos a nuevas miradas del conocer. Ellas tampoco sabían de nuevas pedagogías. Sin embargo, fueron capaces de recorrer con convicción el camino dándonos la mano. Porque eso hizo ella. Darme la mano en medio de la oscuridad que era esa nueva experiencia, ese parto al saber. Me acuerdo que vos me contaste que el inicio de todo el pensamiento griego sobre el que hasta hoy se sostienen las columnas de mucho saber occidental fue el hacer de la partera madre de Sócrates. El que murió con un sorbo de cicuta dijo que aprendió todo de su madre. Ella no daba vida: apenas si la ayudaba a nacer. El no enseñaba: apenas si ayudaba a dar a luz al conocer. Ni ella ni tantas como ellas estarán en los libros de la historia nuestra. Y merecería. Vaya si lo merecerían. Fueron paridas cuando hacía poco que al Peludo lo había volteado el primer golpe de la historia. Vieron nacer, a poco de haber nacido ellas, el movimiento del general y la artista que proponía hacer escuchar la voz de los grasitas. Es cierto que había en los dos bandos. Del lado de la abanderada de los humildes, de las que lograban su primera maquina de coser, su sidra y su sensación de haber sido tenidas en cuenta por primera vez en la gloriosa historia nacional. Y del lado de la Unión Democrática, de los contreras que se negaban a saber de la razón de la vida de ésa, de no hacerse argentinos para conseguir un trabajo en el Estado.

Mi vieja, me contaste, no se quiso poner el luto cuando murió Eva. Iba a la escuela y por decreto difundido en cadena nacional el crespón negro era imprescindible para entrar al aula. Yo no creo que haya sido gorila. O tan gorila, al menos. Te reís. Lo que la movía era la sangre gringa de negarse a la imposición. Sé que nunca creyó que el cáncer había ganado. Si sé que ni ante la muerte creyó en la obediencia debida. Y a la escuela, claro, no pudo entrar. La misma escuela que nuestras viejas conocieron (¿padecieron?) manejadas por monjas, catecismo a la mañana, promesa de infierno eterno por sólo el pecado de pensamiento, ducharse con camisones si les tocaba ser pupilas. Y, sin embargo, la marca que le dejaron fue menos fuerte que sus genes. Cuando yo tuve que tomar la comunión, hoy me lo acordaba, ella advirtió que plata para el uniforme no había. Hasta que llegamos a octubre y el cura repartió las tarjetitas para ir a comprar el saco y el pantalón gris, el moño blanco, el misal forrado en cuero claro. Ya dije que no, recordó ella. Aquí se hace lo que manda el altísimo, advirtió una colaboradora del sacerdote que, por cierto, no aclaró si era mandato del más allá o del hombre de sotana negra que era bien alto. Entonces ella fue a la Iglesia de la otra punta del barrio y congenió con el cura español recién llegado. Guardapolvos almidonado (nunca se lo perdoné) y portafolios de cuero marrón clarito, el cuerpo de Cristo había llegado sin tanto vestuario.

Y pasaron más. El golpe que expulsó al Pocho en cañonera, el desarrollista que no pudo desarrollar casi nada, el médico acusado de tortuga, el golpe de bastones largos y neuronas escasas y tanto más. El tío, Isabel, el milico con pretensiones de pantera rosa, el preámbulo recitado con poesía. La revolución productiva, sus jubilaciones hechas pelota, el doctor prolijo y autista y todo lo que voy yo recordamos como historia reciente. Y ¿sabés qué?. Siempre con la convicción de que la cosa iba a mejorar. NO te hablo de optimismo bobo o de superficialidad en la esperanza. Te hablo de la fuerza de hembra golpeada que se para sobre sus heridas y desea el mejor horizonte para su cría amada. Hay cosas que le admiro como propias. Las que más pondero es su persistente deseo. Desear. Desear. Desear.

¿Hoy tu madre cumple setenta años?, te pregunté. Sí. Y te vi quedar en silencio. No era reflexión. No era tristeza. ¿Qué?. Curiosidad que esconde pregunta no hecha. ¿No tenés curiosidad por saber si tu madre es feliz?. Silencio. ¿Si fue feliz?. Maldigo la hora de ser, todos nosotros, tan occidentales y cristianos y cargar con esa pornográfica culpa inculcada por los que mandan. Los que tienen uniforme, sotana o el poder desnudo supieron montarse en una frase parcial del que se dijo hijo del Padre y extorsionarnos con la culpa por el placer vivido. Placer de la carne, del cuerpo, del pensamiento, de la obra o de la omisión. ¿Qué es esto de disfrutar cuando serán bienvenidos los pobres, los enfermos, los dolientes?. ¡Mienten!, tengo ganas de gritarles. Que ellos sean los que entren al imaginario reino de algún cielo no implica que debemos empobrecernos, enfermarnos, tener dolor como modo de vida. Debemos procurar aquí, amándonos los unos a los otros, lo mejor. Y si esa ley no se cumple y hay quien sufre, le será compensando. A los que crean.

Y vos, vieja: ¿sos feliz?. ¿O fue mucho el sacrificio hecho en pos de esa fantasía del premio eterno?. Y no te hablo de tus hijos, de tu esposo, de tus amigos. Te hablo de vos.

No sé que regalarle en este cumpleaños, me dijiste. Te prohibí el electrodoméstico que es la invitación a más trabajo, o el libro que se compra con el escaso esfuerzo de mirar el estante de los mejor vendidos. Las flores acompañan, los perfumes son tantos, la ropa es tan personal.

Te miré y te dije: vos lo supiste. Deseale que sea feliz. Por lo de antes y por lo que vendrá. Y decile que ahí estarás para festejarle la decisión. La que sea. Es el mejor regalo. ¿No?.

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