Miércoles, 20 de mayo de 2009 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Laurita es de tez blanca, su tribu es blanca, su casa encalada, sus muebles son de marfil, su maquillaje es claro, sus ojos son negros. Le confiere a su rostro un aire chinesco que disimula con una sonrisa criolla, pero ambivalente, como si te sonriera pero tambien te vigilara. Tiene Laurita unas tetitas que se estremecen bajo la blusa y que no despiertan nada, salvo la admiración que la prenda semeje algo vivo. Laurita tienen la nariz en punta y usa unos lentes que lejos de afearla le dan un enmarcado de cristal refulgente, porque a veces el brillo del sol le pega en los vidrios y desprende pompas de luz. Espiamos a Laurita, haciendo como que pensamos tras el partido en la calle: Laurita atiende la perfumeríamercería y hasta ha puesto jarros de flores naturales de su jardín para extender el rubro. Laurita pinta tambien bambis en repasadores y hace objetos artesanales, flamencos con la cáscara de ciertos árboles o ceniceros con las ostras que le traen del mar. Laurita permanece con su semblante abierto y dispuesto a la sonrisa, encristalada tras la pecera de su negocito y por las tardes la oímos tocar el piano, dando clases en su casa de piedritas transparentes, con el ciervo marrón que desvirtúa el hondo amanecer blanco que es el frente de su morada. Laurita es linda, no tiene novio y anda en política. Un día Laurita es sorprendida hablando con mi mamá y sigo de largo, a pesar que me llaman. Me muero de vergüenza de sólo verla y que adivine lo que pienso. Por la noche se cena en el claroscuro con olor a estufa a kerosén y eso que el invierno ya no está y mi padre que repite una y otra vez cómo lo echaron del ferrocarril y cómo se sacó de encima a los "radichas" y eructa por lo bajo, a los anarquistas que lo querían convencer que se quedara y no agarrara esa miseria de despido voluntario, porque Frondizi resultó un entregador. Pienso en la palabra e imagino carteros, algún mensajero real, un pibe entregando flores. Entonces se me cruza Laurita. "Laurita -alarga mi madre adivinando e interrumpiéndolo- me dijo que vio los dibujos de éste", señala con la pera, "que hacían con los demás en la calle y lo pidió para darle clases". Cuánto cobra, pregunta mi padre, sirviéndose tinto. Nada, pero un regalo hay que hacerle, porque lo quiere becar, cierra mi madre. Mi hermana que adivina lo que me sucede me susurra por lo bajo, para mortificarme y como en confesión a mi oído pero procurando ser escuchada: Ay, el mariquita va a dibujar con la novia de todos, la Laura esa. La pincho con el tenedor, mi viejo me sacude la oreja con su dedo caballuno, mi madre pregunta si alguien más quiere estofado. A la tarde siguiente entro en lo de Laurita, carpeta de hojas Canson bajo el brazo. Está Vincent en la sala, el artista mariquita de la vuelta. Y dos más, de barba pero machos. Tenés tu alumno, dice el puto y salta eficaz dándole un beso en la mejilla. Se va para el fondo. De modo que así son la cosas, me digo. Política, adultez, mariconería, las piernas de Laurita inclinándose a juntar una caja de lápices. Afuera repica la pelota; es la hora de la leche, del desafío, la transpiración de primavera, los goles. ¿Que hago acá? Una fuerza superior me retiene. Quiero conocer a Laura, verme en sus ojos de pedrería, sentirme turbado, oler el perfume inacabable que reina en el estudio, espiarla mientras enseña. Pasa una hora. Delicioso silencio sólo amortiguado por el ventilador de pie que apenas susurra. Afuera hay disturbios, peleas de mis amigos para llamar la atención. Laurita se asoma y su falda de verde ambarino se le levanta un poco. Esa es Laurita mi maestra, la que anda en política y huele como una flor, la que se te acerca por detrás y corrige tu trazo. Somos cinco en la mesa lustrada, cinco chicas y yo. Me la saco por debajo, lentamente, dejándola a la deriva en el pantalón y me suelto la camisa blanca para que no se me vea. Es extraño, alucinante el mundo, es terrible, peligroso, dramático y hermoso. Pero aún estas palabras no están en mí. Vincent, por el espejo veo como dialoga con Laurita en la antesala tomando el té. Observo el rebote: siempre ha estado allí, él, Vincent, que tiene desde su sillón una visión inmejorable de todo. La guardo, transpiro y me hundo, quieto. El lápiz exhuda mi pánico y hago que corrijo el dibujo del florero que tenemos delante. Me descubrieron, la guardo. Justo él, el que me va a batir, parece una maldición. Me voy, dejo lo pintado, corro con los pibes detrás de la pelota, tratando de olvidar con furia, con miedo. Por la noche mi viejo me atrapa en el baño con su mano callosa ¿Sos boludo vos, eh? ¿Te regalan un estudio y te rajás al fulbo? ¿Que carajos te pasó? Lo miro, tiene esos ojos amarillentos de lobo, fuma sin sacarse el pucho de los labios. Hablo y lo convenzo. Sabés que pasa viejo? Son todos putos y comunistas ahí. A mí eso no me gusta.
Duda, se mira al espejo y luego asevera: Ya me lo imaginaba. Hacés bien entonces. ¡Ese es mi hijo peronista!
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