Viernes, 31 de julio de 2009 | Hoy
Por Bea Suárez
"En todo caso, yo era demasiado joven. Hay libros a los que no hay que atreverse hasta no haber cumplido los cuarenta años. Se corre el riesgo, antes de haber alcanzado esa edad, de desconocer la existencia de grandes fronteras naturales que separan, de persona a persona, de siglo a siglo, la infinita variedad de los seres; o por el contrario, de dar demasiada importancia a las simples divisiones administrativas, a los puestos de aduana o a las garitas de los guardias. Me hicieron falta esos años para aprender a calcular exactamente las distancias entre el emperador y yo".
Margarita Yourcenar. "Memorias de Adriano".
Ha aparecido una palabra.
Aparece, reaparece la palabra confusión.
Viene por temporadas. Cuando llega comienzo a beber de ella en forma compulsiva, la hago hermana, amiga, compinche, ladera unitaria.
Es así: aparece, sale de algo que bien podría ser un ataúd o una botella. O el cielo.
Trae consigo otras palabras, albedrío, libertad, ligamento, escisión, profano. Hace que regrese a una mismidad, a algo turbio y a la vez excelente.
También comienzo a vivir de esa palabra, me da de comer.
Como, almuerzo, meriendo, ceno confusión al horno; intento reengendrarme pero la desmesura es tanta que pasa a veneno.
La palabra viene a salpicar, viene del río también, no es palpable, sino la descomposición de algo que, en el gran acontecimiento del habla, muerde mi boca e inaugura mi contrario.
Quedamos, yo y mi contrario, mi contrario y yo (así la Real Academia se queda tranquila) extasiados frente a ella. Yo y mi contrario, somos más lindos.
Diría que cuando llega la palabra confusión (no: la confusión, sino la palabra) me vuelvo hombre. Soy escribano, estibador, enano o navío. Incurro en cosas irresueltas, tengo patas de alambre, nombre Leandro, virutas de aserrín que molestan, y suelo (como ahora) sentirme viuda de un lobo. Sí, así, viuda.
La confusión me pone en pérdida de lo que jamás tuve.
Mujeres, hombres, animales y yo. Todos en la selva del día completo. Avalados por la maraña de tan sólo una palabra.
Una palabra me ha hecho su sierva.
Perros vacíos, sin nada adentro, me tientan a que los imite, menuditos.
Sollozo, mi nombre deja su nitidez, quedo entre liebre y zorro, veo triple. Construyo una gran iglesia de lechuga donde rezarle a Dios no puedo, el aire se vuelve cáustico, la matriz irreverente que me constituye alcanza su grado máximo.
Quedo iletrada. El vocablo confusión es descomunal.
Empiezo a vivir entre turcos, parientes, sabandijas. La vida es un solvente en el que toda yo me hago sal.
Me entrevero con rosarinos que no ven la enfermedad, porque esto que me agarra no se ve con los ojos sino con astrolabios, o con labios, con labios que ven. No se nota que estoy sin Sumo Pontífice ni cuotas celestiales de perdón. No.
Adquiero la ingratitud del solo, que por algo queda solo.
Camino. Camino en mendicidad, que alguien me ayude o me degluta, que un recuperador urbano me arroje a los containers nuevos de Lifschitz.
Geométrica y buena, buena y geométrica como pirámide egipcia.
Sólo me curaría beber mar. Mucho mar, mar a baldes, que inundara las tripas o las bases químicas de mi vida.
Me pienso derivada de un aminoácido y tengo confusión ahí enfrente (no obstante), es tal la radical manera de no ser a la que arribo, que el Cortisol no alcanza, ni la esperanza, ni la bondad, ni una ética comprometida. Ni la olimpíada argentina de pudor.
Es un término castellano que evoca pluralidad e intemperie. Muy poco carioca. Tal vez lila.
Cavo preguntas en la tierra, agujereo, vienen a mí generaciones peleadas a fusil, me siento un estorbo, lloro en los taxis, me doy cuenta que eslabón no es cadena, veo el Sena adentro del Paraná y ninguna posibilidad práctica de partir.
También me invaden mujeres, porteras, doctoras, vino tinto, terrorismos en tacitas de café, choferes musulmanes, maestras iraníes.
Peligrosa e hiriente como un viento de arena.
Está en combustión mi personalidad.
Estoy acribillada por una palabra simple.
Me ha hecho hervir como leche, subir hasta el borde de todos los jarros, hasta la parodia de todos los campesinos.
La congoja como una prótesis me ha vuelto inaudita este viernes movedizo.
Ha aparecido una palabra en la miseria cotidiana, me entreveré con ella; despedazada escribo ya sin tinta en la birome.
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