Miércoles, 12 de agosto de 2009 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Eran una sociedad con rituales sencillos; arrabalera, discreta, unida. Salían a la vereda en las tardecitas de arrebol, con cables de electricidad tendidos como una telaraña por sobre sus cabezas y el cielo, siempre el cielo limpio que de tan negriazul que se iba poniendo aparecía constelado sobre ellos, los Vicente, familia gregaria de coatíes flacos, de animalitos rectos y silenciosos que aspiran sólo a no morir, salir al fresco de la noche, sentarse como en abanico en la angosta vereda de la cortada y estarse allí, en ese predio astral de lunas y estrellas en abanico. La luz principal les daba desde lejos, de manera que sus caras permanecían como en tinieblas reapareciendo en medio del humo por el pan viejo quemando en un tacho de albañil para espantar el mosquiterío. Las hembras eran más gordas, de ancas altas; mironas pero silenciosas. Parada siempre estaba la hermana menor, fea como ninguna y de destino irreconciliable con el amor. El jefe era un campesino bien plantado de brazos como de bronce y semisonriente. Su hermano, por el contrario, parecía un pájaro bobo y su esposa igual, por ende su hija estaba ajena a cualquier gracia. Un patio desde cuyo centro se emitían como las puntas de una estrella puertas con sendas cocinitas. Todo limpio y veraz, firme y prolijo. Eran sólidos; los únicos cables sueltos eran sus dos hijos varones, jóvenes adolescentes en ebullición que como ellos, también resultaban de una faz antigua, hijos de la colonia, colonos en alpargatas venidos a al ciudad, putañeros, amables con la vecindad y pródigos en andanzas justicieras. Eran tan previsibles y llanos que nada puedo contar maldiciente sobre ellos. Hace poco murió Vicente, el mayor de los hermanos y un algo, un rezumar de nostalgia me hizo escribirles a ellos, los primeros habitantes del barrio nuevo que comparé a estampas, parados como para una fotografía y resumían la Argentina de aquellos tiempos: una radio al fondo, el olor de alguna comida de las quintas haciéndose con lentitud al fuego, una chica para vestir santos y dos salvajes simpáticos como salteadores de caminos, alegres en plenitud, llenos de vida y tierra de sus ancestros del campo, rientes y furibundos; protectores de los más chicos, fumadores de esquina, salivadores y procaces, modelos a seguir en sus olores de transpiración ya adulta y sus decires y sus misterios sobre lo que portaban como un tesoro las féminas entre las piernas. Se fue Vicente y el mundo no se detuvo. Se fue en un hospital privado, sin gloria y sin barcos sonando sus sirenas dolosas ni fragatas con crespones ni salva de cañonazos, ni banderas a media asta. En él mueren todos los anónimos Vicentes que han enseñado a otros a vivir, a presentar las primerizas armas de la defensa en un mundo difícil, los primeros chistes de doble sentido y el primer saludo de mano que oficiaba de entrada al mundo de los grandes. Los Vicentes; héroes vigorosos, campeones del aguante y las jornadas sin televisión, luego del Tía Vicenta, un Illia ignorado y un Siam di Tella prestado. Los de la Italia delictiva y pícara de los primeros Tognazzis y el sexo con las tenderas que nunca habrían de llegar vírgenes, los de Bonavena contra Frazer y el pie en la luna, los del mercado de peces y matronas, los hijos de una ochava que les escondió a Perón, a los libros sensibles y a las drogas peligrosas. Los de la quiniela, la candidez y el bigotito asomando. Los del Presley y los carnavales de Provincial, los que iban los sábados hacia los barrilones de las putas, mientras uno, constelado siempre en la edad del pavo, del oro y la pus de la infancia, se quedaba pateando con furia por no poder crecer de golpe, eternamente la pelota contra la pared, mientras, ellos, recién recibidos de Vicentes oliendo a Clifton y Crandall pasaban y te tocaban al pasar la cabeza. Esos Vicentes se murieron y es una forma de decir. Porque capaz que ningún Vicente se ha muerto del todo y soy yo él que los mata cuando los recuerda un poco, porque tiene miedo que de ellos no haya quedado nada o que hayan sido un sueño blanco de descompostura y uno despertase en una planicie sin humor, sin fútbol y sin leyendas. Esos son los Vicentes que están y son, por más que un aluvión de atrocidades y malos gobiernos hayan extinguido sus huellas de animales en movimiento, liberando esquinas.
Los primeros que le dijeron a mi mamá: Déjelo doña, nosotros se lo cuidamos. Y abriendo el telón nos daban el primer papel de actor sin letra, porque sabían que uno era una nada y que iba siendo hora ya de empezar con el aprendizaje.
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