Sábado, 27 de febrero de 2010 | Hoy
Por Miriam Cairo
Las noches de verano son peligrosas. No sólo por el instante sudoroso y el efecto fotoeléctrico de los relámpagos, sino por los misterios inevitables y los momentos propicios. En esas noches, la dobladora de sombras es capaz de abrir el cofre de su cabeza para revisar lo que tiene dentro, para volver a mirar los objetos que ha ido guardando. Y si con suspiros humedece todo lo que evoca, es porque ella no tiene labios para decir nunca ni manos para robarles mariposas a los muertos.
No acaricies sus piernas mientras te habla de una danza inmóvil. No seas el amado que muere detrás de su ternura. No la abraces hasta dejarla rendida. No metas las manos debajo de la falda, no la despojes de lo que apenas le cubre el pubis de lirio. Pero si esto ocurre, no permitas que cuelgue esa nimiedad en el picaporte del baño ni la apoyes contra el lavabo porque van a romperlo. Si la apoyaras y efectivamente el lavabo se rompiera, no titubees pensado que entre esas cuatro paredes no hay nada por hacer porque ella verá la silla. Mientras encontrás una manera para sostenerla, no llores debajo de tu nombre. No seas el puro errar del lobo en el bosque. No la veas como la más desnuda alucinada. No cantes la canción que dejaron de cantarte. No la claves contra tu vientre. No le des besos de 3000 voltios. No revuelvas tu lengua muerta con su lengua viva. No rompas tus sandalias al retorcerte. No te reencuentres con tu néctar perdido. No le permitas que use el bidet porque se inunda el baño. No converses. No cuentes tus dilemas sobre las estrellas, no la embosques en tu miedo, no la hagas rehén de tu ausencia. No hables de política: no confundas demócratas con dictadores. No prestes atención al libro que te ha regalado, no te des cuenta de que no es tu cumpleaños, no te metas adentro de sus ojos, no adivines que algo no anda bien, no recuerdes el sabor de la magnolia, no le tatúes en la espalda tu vacío. No escuches el silencio. No pierdas el taxi. No te quedes inmóvil como una pequeña estatua de terror. No mueras.
El aire grueso del verano huele a animales pequeños, a carencias, a desierto, a llanto. Un enorme elefante muerto avanza oscilando por la avenida de las sombras. La bestia es traída desde el fondo de las cosas. Para preservarlo de los servicios fúnebres y de las monjas capuchinas, la dobladora lo cubre con un sombrero negro. Hay cosas que se deben hacer morir antes de que mueran por sí solas. El elefante muerto se balancea como una barca entre el séquito de sombras que salieron a ventilarse. A la dobladora le late el corazón de pájaro. No llora pero siente en los ojos una sensación pegajosa y vegetal. Tiene entre sus manos el talismán catástrofe que todo lo transforma. Las cosas que se matan antes de que mueran por sí solas, vuelven a vivir ocultas entre las cosas.
No preguntes qué labios besan los labios cuando besan porque hay manos preparadas para estrangular la respuesta.
En esas noches de verano, la dobladora va sacando sombra por sombra hasta dejar el alma desnuda. Por sobre los tejados, las torres y las cúpulas, buena parte del día queda atrapada en la noche. El elefante muerto anda por la avenida muy bien embalsamado. Dicen que ya no tiene calor en las manos y que se le ha puesto la mirada turbia. La dobladora se saca el corazón para no romperlo cuando lo nombra. El viento bate una sola de sus alas. Es la noche en la que las vírgenes no duermen por temor a los poetas. Las sombras escoltan al elefante encabezadas por la decana de las sombras. A los costados hay ramos de hinojos y los ángeles se atan lirios en sus rastas de choclo. El cortejo avanza. El elefante ignora qué da y cuánto deja. Nadie en el mundo se despierta cuando cae el halcón sobre las palomas.
No digas que los labios se besan a sí mismos porque no hay nadie, porque hay tanta soledad que se lastiman.
Cuando la dobladora de sombras escucha esa música, sabe que es mejor sentir frío que calor. Las sombras de cabeza altiva hacen señas desde los planetas, desde el sol, desde la luna. Las sombras de abajo se turnan para tomar, como si fueran reliquias, los hilos de la mortaja del muerto que respira. Para no tener que hablar con gente de su sangre, la dobladora se aparta de sus sombras. En esas noches, comete dos errores: deja que Buika la corte y que Martirio la envuelva.
Hay amores que fingen estar muertos para proteger a los amores muertos que fingen estar vivos. Pero no te preguntes qué clase de vida es ésta porque abrirás las puertas de todas las preguntas que no tienen respuesta.
Atisbado por el cortejo de sombras, el elefante ignora que el mar sabe a desesperación de mujer que espera. Una cosa es la ceremonia del sexo. Otra cosa la ceremonia del té. La dobladora de sombras piensa que con el tiempo, si Dios la ayuda, la ausencia del té será invariable y necesaria como el agua. Duda, la dobladora, de que ocurra lo mismo con el sexo.
La dobladora examina una por una sus sombras. Las revisa para ver si se han hecho daño luego de los mortales ejercicios centrífugos del viento. En el atado de sombras, la dobladora encuentra una pregunta dicha, suplicada, una pregunta gemida en aquellos días en que el amor vivo no fingía ser un amor muerto: "¿qué hubiera pasado si (finísimas hebras de tafetán) si nos hubiéramos conocido (se enredan con oscuros hilos) en otro momento?" La dobladora encuentra entre los trapos y las sedas el silencio que fue su respuesta. (Las rosas perfuman cuando florecen no cuando hubieran florecido).
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