Miércoles, 21 de abril de 2010 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Los primeros puros, con envoltorio en corteza de tabaco llegaron en unas cajas de madera balsa pirograbadas con el dibujito de un león reinante y mi padre las depositó en el cuartito donde se herrumbraban mundos varios. Olor a pólvora seca, pescado y laca, óxidos con pegotes, humedad y limonero cercano que entraba por un ventanuco sucio. Las cajas estuvieron durmiendo allí abajo, junto al cajón de manzana repleto de alambres, en el plano inclinado destinado a las cosas inútiles.
Para la misma época nos habían ordenado en el colegio construir un mapa con las producciones agrícolas, ganaderas y mineras del país: así fue que en la zona de algodonales pegamos un pompón, en la del trigo una espiga y en la del tabaco no nos quedó otra que comprar un atado de Colmena. Con pegamento fijamos el cigarrillo y luego en la terraza, nos fumamos el resto del trabajo práctico apresuradamente.
Carlitos regresó violeta a su casa y yo quedé en cama con fiebre, luego de habernos pasado tardíamente menta por las encías para que no nos descubrieran. A pesar de la intoxicación nuestro trabajo mereció un diez y nos repusimos vehementemente gracias al premio. Para festejar nos fumamos algunos más pero con prudencia.
Una tarde de inusitado calor entré al cuartito en busca de los cigarros de hoja. Revolví, y mi padre, astuto, sabedor que habíamos accedido al tabaco culpa de las tareas e intuyendo que saquearíamos esa fortuna humosa los había desterrado. Lo que descuidó, disimuladas apenas por un envoltorio de papel de lija, fueron las hojas violáceas de una revista. Allí estaba el mercado de frutas con diamantes inexplorados, el viento del mareo, la locura del tesoro imposible: mujeres desnudas fotografiadas. Lucían con estrellitas dibujadas en los senos y bombachones gigantes. Ellas, las putas que mi padre escondía como yo ocultaba mis dibujos de guerra.
Descubrí bajo las páginas los cigarros de palma y encendí uno fuera, para que el viento disipe el olor, mientras hojeaba la revista. Empezó a llover y tuve que entrar: lo apagué y en un rincón del patio de tierra, cercano al gallinero, vomité largamente una bilis verde que colapsó pegando un salto desde mi estómago vacío. Tras eso, como pude entré, dejé todo donde la había sacado y me apoyé en la morsa. Un aroma inconfundible de meada emergente por las vejigas de los demonios, gatos sin consuelo que entraban a veces al cuartito a dormir me despabiló. Sentí las llaves de la puerta: mi madre y una amiga charlando animadas luego de una salida al centro. Me hice el que estaba dibujando bajo el haz de luz.
Ella se asomó, la saludé por lo bajo y me tomó de la pera: ¿Qué te pasa a vos? Estás amarillo. Y con esa visión materna de descubrir señales bajo el agua, desenmascaró el escondite y en un santiamén estuvieron en sus manos la pila de revistas. La sostuvo sin mirarla. Lo único que espero no hayas sacado plata del monedero para comprarlas. Sacudió la puerta del cuartito y sopesé que era más una actuación que un malestar sincero. Se las llevó, pero antes olfateándome como a un dragón infecto me susurró: Y te enjuagás bien la boca: !estuviste fumando, mocoso de mierda!
Afuera había salido el sol y el olor del limonero atenuaba mi pena, mi indicio de algo que sobrevendría por la noche, cuando no habría escapatoria y habríamos de sentarrnos con mi padre a cenar y ella hablaría del asunto. La tarde se deshizo consumida en una mudanza errante de pensamientos difusos: aparecían las chicas en bolas, el olor como a podrido de los puros, el secreto de mi padre, la boca roja de mi madre en un rictus de falsa amargura, la risa de mi hermana que había oído todo y festejaba a su modo en el patio embaldozado cuestionando en voz alta como un mariquita cómo yo hacía esas cosas, si lo que menos me gustaba era fumar y menos aún las mujeres.
Lo noche como un baldazo de vino helado con estrellitas cayó sobre el cuartito y la casa toda: tuve que salir. Estaba mi padre sentado frente al televisor y presentí que ya había sido informado. Mi hermana esperaba la fusilería con expectante maldad mientras hacía juego de letras. El empezó a hablar de vaguedades: de un tío que se le estaba muriendo, de arrendamientos en un campo estragado por el agua, de un pez extraño que habían pescado río arriba cuando sonó el timbre y mi madre fue presta a atender; la siguió mi hermana pues era la madre de una compañera urgida por una tarea. En esos segundos mi padre, tocándome el brazo, y hablando y mirando hacia adelante: Nosotros piolas, ¿eh? Como las magos, nada por aquí, nada por allá. Mañana te compro una caja de figuritas y vamos a remar y te llevo, te lo juro al cine un mes seguido, pero esto debe ser un pacto entre caballeros. Ni vos sabés ni yo sé. Ahora fijate como se la creen... Y al cerrar la puerta y entrar ambas mujeres de la familia se sorprendieron de ver a mi padre tirándome del pelo en un truco extraordinario que solo él conocía, mientras yo daba gritos falsos de dolor hasta pedir perdón y oir a mi madre deciendo basta, que está bien, que ya aprendió, que dejalo, no seas bruto vos también. Mi hermana pedía un poco más.
Al día siguiente, al volver del partido, bajo la ducha tuve mi bautismo masturbatorio. Cuando salí del baño, con las piernas temblando, entendí que era otro. Ambos mantuvimos el pacto pero nunca volví a peguntar donde habían ido a parar aquellas revistas. Una tarde, en la cómoda, bajo el alhajero de mi madre las reconocí. Me extrañó el sitio, pero ya no me dieron ganas de hojearlas.
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