Martes, 27 de abril de 2010 | Hoy
Por Ariel Zappa
Hace años que vivo de esta forma. Hace mucho más tiempo que me expando de esta manera, y sin embargo, no quieren darse cuenta o simplemente simulan. Me piden que demuestre por qué me reproduzco, que de una vez por todas delate un rasgo que dé cuenta de ello. Como si vivir de esta manera fuera poca cosa. Como si perdurar en este estado, durante todo este tiempo, no fuera suficiente. ¿Qué buscan? ¿Qué gesto esperan de mí, que ya no haya demostrado en todos estos años de aislamiento? Nadie, de todos los que hurgan en mi vida, que no son pocos se ha dignado a estudiar mi anatomía con un poco de respeto. Buscan formas que no pueden tolerar. ¡Son tan tontos! No han podido superar sus propias lógicas, sus principios éticos y pretenden entenderme. Me dan pena estos hombres.
Consumen horas de trabajo analizando mi metabolismo. Cuándo voy a mutar o qué tipo de proteínas contengo. ¿Para qué? Para nada. Y si logran descubrirlo, se desayunan con que esa conclusión es el origen previo a otro origen.
No tienen paz.
Ya casi ni me detengo a pensar la sombría obsesión que los consume. Buscan y buscan en cada organismo, con el propósito de certificar cuánto de misterio tiene la vida de un ser vivo en una probeta. Por mí, pueden hacer lo que quieran. Hoy esto, mañana aquello. Lo único que prosperará serán las revistas científicas: la ciencia ficción que los engorda.
Aún en este encierro, me siento mucho más libre que ellos. Puedo perdurarlos. Lo saben. Saben que poseo suficiente gimnasia para inquietarlos. Eso los vuelve inestables, impredecibles hasta el hartazgo, aún más vulnerables.
Sé, porque lo cuentan aquí, que no pueden dormir por las noches. No escuchan a sus esposas ni atienden a sus hijos. Van de aquí para allá con sus teléfonos móviles descartando hipótesis, comprometiendo su ya debilitada salud e infligiendo dolor y pena en derredor.
Hay una paradoja que los ha desvelado desde que el tiempo es tiempo: si me libero, los condeno. Condeno a millones liberando mi cuerpo. Infiero que resulta insoportable para ellos aceptar que una prueba de vida los pone en riesgo, en el umbral de la tragedia, después de haber comprado en abyectos mercados todas las respuestas. Necesito nada más que un intersticio. Un espacio efímero para que todas sus enciclopedias se desplomen en un instante.
Los quisquillosos de la comunidad científica pondrán el grito en el cielo. Se golpearán el pecho relinchando jeroglíficos interminables. Organizarán simposios y congresos donde se granjearán palmadas en la espalda. Por la noche, volverán borrachos después de pulverizar su impotencia en célebres burdeles.
El camino de las horas hará lo suyo y la decisión será historia.
Lo que saben y callan es que nunca trabajo solo. Sin esa aquiescencia por parte de ellos, mi ciclo culminaría en un tubo de ensayo, a merced de los improvisados. Lo que saben y callan, es que el enemigo no está en nuestras filas sino en las suyas. Lleva tiempo, pero al final alguien abre la puerta, descifra una clave y me libera. Su codicia y deshonra han sido más letales que todas las bacterias y virus que hayan asolado esta tierra.
Entonces, llega mi turno. Cumplo con mi trabajo. Exploro cada dimensión de aire que me hace falta y seduzco a cuanto sistema inmunológico se me presenta. Al tiempo, suenan las alarmas. El mundo entero implora por ayuda. La profecía autocumplida sale a escena y devora a miles de incautos. ¡Es el momento en que llegan ellos, muñidos de una batería de soluciones tan parecidas a las que se usa en las guerras! Luego, hay disculpas por los efectos colaterales de siempre. Tiempo después, los noticieros cierran el telón con entrevistas y algo de estadística.
Es así de simple. Así de siniestro.
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