Jueves, 29 de julio de 2010 | Hoy
Por Jorge Isaías
Los pájaros son otros, los árboles son otros -menos añosos y los niños tampoco son aquellos de pies descalzos y cabezota rapada. Pero las calles son las mismas aunque el pueblo en general parezca otro. Tal vez por las calles asfaltados por los árboles tristes, chicos.
Una historia, dos historias, muchas historias humildes pueden pasar en un pequeño lugar que esconde algunas calles solitarias, una bandada de gorriones grises y un grupo de niños que exhiben sus ropitas pobres y su libertad de pajaritos sueltos.
En este mínimo mundo, en este rincón donde nunca pasa nada harán su aprendizaje hurgando en la matriz primera de las experiencias que habrán de marcarlos a todos para siempre, siendo ya más grandecitos se irán con sus familias en busca del horizonte que el pueblo les niega, o más adelante se irán solos.
¿Qué hará cada uno de ellos con esos recuerdos primarios y tan queridos?
¿Pensará cada uno en su coleto que lo debe compartir con aquellos compañeros antiguos, quizás amigos de toda la vida? ¿O, lo que es posible también, habrán canjeado aquellos sueños por "los tejidos grasos de la vida", como gustaba definir a Homero Manzi el abandono de los ideales puros?
Y ellos, aquellos chicos llenos de lastimaduras que le dejaban los cercos de espinas cuando la barra decidía robar una fruta, digo: ¿canjearán travesuras antiguas por recuerdos más gratos? Y pregunto ¿Cuánto sale en el mercado aquel crepúsculo incierto cuando pasaba el carro rechinante de don Angel Pichichello con su carga de pasto y detrás era todo incendio violeta que arrasaba las casas? ¿Y la placita Sarmiento con mi Escuela al costado donde nos manchamos los dedos de tinta? ¿Y esa placita pequeña hoy -como ayer llena de pinos y repletos de pájaros, es visitada por niños y perros como era en los tiempos felices?
Esa placita tuvo en su tiempo una pista que la rodeaba y donde corríamos con nuestras bicicletas, para ver quien daba más vueltas. ¿Y Marcos, el valet de la directora que oficiaba de portero para tocar la campana llamando al recreo? Nunca vi negro más feo. Frente a la placita que se llama Sarmiento estaba el "almacén y despacho de bebidas de José Alé", más conocido como el Turco Alé. Hombre de rigidez de carácter, por no decir que lo tenía como el mismo demonio y era temido por todos los chicos y todos los borrachos que llevaron su marca, dicho "sarmientinamente".
Decir que era mal llevado es poco, a don José, o al Turco solo le oí ponderar admirativamente a Lisandro de la Torre, cuando una vez le pregunté si lo había conocido:
Sí -me dijo lo traté. ¡Era un superhombre¡ -fue la expresión de un hombre que al parecer no quería a nadie, pero se jactaba de ser el primer ateo militante del pueblo adonde había llegado casi en su fundación.
En las breves escalinatas donde entronca el pedestal que sostiene el busto de don Domingo Faustino Sarmiento nos sentábamos para armar una estrategia en las tardes tórridas de los carnavales de entonces.
Alrededor de esa placita vivían varias chicas de nuestra edad para ser consecuentemente empapadas, si es que no corrían más rápido que nosotros, o, en su defecto pudieran esquivar los baldazos un poco torpes que intentábamos propinarles.
Ya más grandecitos usábamos las mismas gradas para sentarnos al anochecer y verlas como pasaban con sus vestidos claros, con sus grandes ojos ya glaucos, ya oscuros paseando tomadas del brazo ("del bracete" decía mi madre) por "la vereda del Turco", ignorándonos olímpicamente como si fuéramos de vidrio.
Y si pienso en esa escuelita que siempre llevaré en el lugar más cálido de mis afectos y en mis primeros compañeritos, los que hicimos "primer grado inferior" -según la jerga educativa de entonces y que no volví a ver ¿Qué fue de Roque Pérez, ese chico cuyo papá trabajaba en "La Norte" como llamaba el pueblo a esa primera cerealera frente al boliche de don Marcos Markicich que se llevó un incendio? ¿Qué fue de aquellas compañeritas, Adela Avalos, a quien fastidiábamos con mi amigo Valentín tirándole la trenza? ¿Y las chicas Suárez? No eran parientes, pero eran seguramente las más admiradas del grado: Ana María, María Esther, Emilce. Y las otras, las "Teresitas", Sanz que vivía camino al cementerio y la otra, la hija de "Marlero", la hermana de Adelqui -arquero del equipo del jazmín y de Koki y tal vez me olvide de algún otro hermano o hermana ¿Y qué fue del Bocha Peiró, hijo de Pepe, sobrino de Taio?
La señorita Lidia, tan dulce, lo sentaba junto a Oscarcito Blanco, ya que eran los más bajitos del curso. No terminaba de tocar la campana que ya salían golpeándose por la galería y terminaban abrazados "como comadre en desgracia" diría el Mono Buccolini, hasta que alguien los separaba.
Cuando pasamos de grado el "Bocha" se mudó con sus padres y no lo vi más. Ahora me siento yo adulto, en estos escalones solitarios, a sabiendas que hay cosas impagables. ¿Qué precio tiene por ejemplo el paso veloz de la bicicleta de Anselmo Vera, a quien llamábamos Verita, repartiendo mercaderías para el almacén de don Bernadino Giglio?
O el paso cansino del carro de don Miguel Balagué que llevaba un pájaro en el lomo del caballo.
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