Miércoles, 18 de agosto de 2010 | Hoy
Por Adrián Abonizio
El tío Antonio era lechero y vivía en una casona que parecía darle la espalda al confín del mundo: sobrevenía el campo arado y un horizonte de nadie. Era alto, dientudo, más ciego que un topo y una fortuna en el corazón que equivalía a cualquier daño de este mundo: bondad cósmica, alta, tremebunda, inquieta. Me dejaba cabalgar sobre una trilla abandonada, lavarle la yegua blanca, la Blanquita, con quien hacía el reparto "mi socia", largaba, amagando a besarle el hocico . Iba de aquí para allá, toscano entre dientes, explicando. Este es el bozal para cabestro corto, el bocado, la anteojera, la cogotera, la hociquera y la sudadera... Todo con "era", para que no te olvidés, decía señalándome con el dedo que parecía un sarmiento de parra. Ella solita sabe, le ponés todo y salimos. El gallo gritaba al lado mío y era un amanecer envarado, preparándose para el salto desde la escarcha a la disolución de sus fragmentos en cuanto el sol empezase a derramarse sobre el pasto. -La cama tiene que tener pasto bueno y ser cómoda, como la de las personas, y escurría dentro de su bocaza el medio litro de café con leche, mostrándome el dormitorio de su reina cual paje orgulloso. ¿Vas bien abrigado? y me tanteaba el pecho para registrar que llevaba dos pullovers y el papel de diario sobre la camiseta. Después al camino de calles de tierra y el reparto. La yegua paraba sin necesidad de aviso y el tío Antonio descargaba de un tacho donde yo mismo podía haber entrado, un litro, a veces dos en el botellón que dejaban preparado o directamente en la jarra de la vecina que ya lo estaba esperando. Aquél vaivén, con el culo aún frío en el tablón de silla me producía un encantamiento sin igual. Siempre serio, siempre serio, me chuzeaba. Yo andaba pensando en mis otros asuntos: tener que regresar a casa, al colegio, lejos de este olor a pastura y tabaco que resumían la libertad. Un fin de semana salteado con los tíos y el reparto del sábado por la mañana. Después, la ciudad, la tarea y mi pobre padre que intentaba ser como el tío de comprensivo y al que yo, cruelmente iba aislando para su martirio: imposibilidad de acercárseme, de trascender en el hijo, de producirme contento con chistes fáciles y descripción de goles que me había perdido de escuchar. La paró Messiano y se la pasa a la Chocha, pero no ve que de atrás lo sigue el de River; igual le pega alto de puntín al corazón de área y claro de rebote quien la agarró y la metió con arquero y todo: ¡Menotti! Che, el Flaco Menotti que nos vuelve a salvar sobre la hora. Pobre padre, arqueado como un fósil viviente expuesto en un museo, tratando de removerme de mi tristeza congénita y multiplicado en su función de papá mamá porque ella había decidido irse lejos para encerrarse con unas monjas, según me dijeron, pero yo sabía que tenía algo en la cabeza que le impedía estar con nosotros.Y él que sabía que yo le echaba la culpa de su huída.Por eso, algunos fines de semana me dejaban con Antonio, con Amanda, el reparto, la casa, la yegua mansa. Y así mi padre podía trabajar horas extras en el club, sirviendo a paspados y a chitrulos, esperando por una buena propina. ¿Está? siempre tan serio, alargaba el tío mirando el mundo sin verlo, barba dura de mozo crecido y hocico de conejo. Aún con su bondad extraordinaria no entendía el dolor de una mamá invisibilizada y quería sacarme algo, pobre, que nadie ni él, ni mi padre, ni la tía, ni la maestra podían porque había decidido que sería mío aquel capullo de pena que me había dado la vida. Tomá, para la mufa, alargó el tío Antonio mientras la yegua viraba sin pértiga ni comando, solita en busca de la próxima parada: era un caballito de bronce, despintado de verde, pesado, que me cabía en la mano. Me lo hicieron unos indios allá por las taperas al fuego de unos huecos de piedra, es de molde único... Para la mala suerte. Te lo doy, dijo descolgándoselo del cuello. Lo olí: tenía un vaho de cebollas, tierra y pintura. Me miró desde su altura con su cara de liebre huesuda. Ahora nos vamos para las casas, lavás a Blanquita, le das forraje. ¡Y a comernos un buen pucherazo, mi compañero! Y me abrazaba junto a su pecho como si hubiésemos conquistado, en ese gesto, alguna batalla imposible. Después silbaba, silbaba una hora por lo menos, mazurcas viejas y hacía que tocaba el acordeón o la gaita sobre mi pecho implume. En la siesta que sobrevino, al amparo del sueño de mis tíos le prometí al caballito mágico que si volvía mi mamá iba a ser bueno como Antonio y perdonar a mi papá. Un sacrificio, me imaginé que pedía al caballito. Que se muera la abuela, pensé.Porque no la quería. No, mejor el estudiante de adelante que nos pincha las pelotas. O el cura que nos abofetea. O el gato de la carpintería que mea entre mis juguetes. Fui hasta la cuadra: la yegua con su cola se espantaba los tábanos. Esa noche de sábado el teléfono sonó como un disparo. Tu padre, dijo Amanda con la mano en el pecho... Viene a buscarte en un rato con el auto de Monteleone... Volvió tu mami, Adrián, es eso, volvió la pobre, Dios los ayude a todos. Antonio me abrazó y al oído me susurró. ¿Viste que el caballito tenía razón? Ahora venga un abrazo: le corrían lagrimones por los pómulos barbudos. Mi papá se bajó y saludó rápido para meterme dentro del auto cascarudo. Apenas llegamos, dejamos el auto en la esquina del dueño y agarró el tubo. Su cara quedó consternada. Bueno, bueno, que vamos a hacerle, te dejo, vamos a ver a mi esposa que ya la trajeron seguramente. En el lapso de una cuadra, mientras parecía llevarme volando solo alcanzó a decirme. Tu tío llamó para desearnos suerte pero estaba muy amargado: se le murió de golpe la Blanquita, así, de la nada la pobre. Yo apreté el caballito de fierro en el bolsillo sin saber bien que tenía que sentir.
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