Viernes, 3 de diciembre de 2010 | Hoy
Por Javier E. Núñez
Días atrás, un compañero de la oficina me contó una historia menor. No es una anécdota memorable. Acaso no vale más que para el uso que se le dio en ese instante: para llenar el silencio de una mesa de bar al mediodía, hablar de cualquier cosa que no fuera el trabajo, las noticias en el diario, nuestras torpes perspectivas sobre el clima. O para el uso que yo le di más tarde, al contarla en la sobremesa después de un asado con amigos. Si ahora vuelve es porque una imagen en televisión acaba de evocarla, o porque no tengo nada mejor que hacer y entonces me empeño en contar las cosas que no merecen ser contadas.
Es sobre un profesor de guitarra que recibe a un alumno nuevo. El alumno es apenas un chico: andará por los once, doce años. El padre, que lo acompaña, le acaba de comprar una guitarra usada. Como el chico recién empieza y la familia teme que se arrepienta demasiado pronto -se sabe que los intereses preadolescentes son volátiles- la inversión fue moderada. Dicho de otro modo: es un instrumento viejo, feo y en mal estado.
Se la dan al profesor para que la arregle y la afine. Ninguno -ni el alumno ni el padre- perciben el entusiasmo contenido, el aliento inmóvil, el retumbar de un corazón galopante, de modo que no sospechan cuando les dice que no conviene arreglarla. Incluso se alegran cuando les ofrece alguna de las que tiene contra la pared, al lado del sillón -más nuevas, más atractivas-, a cambio de esa guitarra vieja y, digamos, unos cincuenta pesos. Ni recuerdo la cifra ni viene a cuento. El alumno mira al padre, el padre mete la mano en la billetera y asiente.
Esta historia se la cuenta, más tarde, el profesor de guitarra al hijo de mi compañero. Le señala una guitarra que cuelga de la pared. Después de lijarla, pintarla, cambiarle cuerdas y clavijas, reluce en todo su esplendor. La había reconocido por alguna marca o señal que ya no recuerdo: era la misma con la que él, treinta y tantos años atrás, había aprendido a tocar. Volvió, dice, para cerrar un círculo. O por esas misteriosas intervenciones del azar. El profesor no lo sabe bien, pero cuando lo dice hay una emoción contenida en su voz. El hijo de mi compañero lo percibe, y eso le gusta tanto como el indescifrable recorrido del instrumento por los laberintos del azar. Mira la que tiene entre las manos y piensa en ponerle nombre de mujer, grabarle una marca o pintarle una inicial antes de dejarla ir alguna vez. Solamente así podrá soñar con que algún día vuelva.
Lo que me gusta de la historia -de esta clase de historias- es que no importa si es un invento del profesor, de mi compañero o mío. Lo que me gusta de estas historias de sobremesa es que invitan a la filosofía barata, al desvarío, a la lucidez inesperada. A improvisar cosmogonías con el dedo alzado y un vaso de vino en la mano; a elaborar nuevas teorías del caos y principios de incertidumbres entre dos jarras de cerveza. Porque después de repetirla uno puede detectar un rasgo distintivo en quien la escucha. Una toma de posición. Están los que se mueven entre el determinismo cosmológico y la fe, se lo atribuyen todo a una fuerza inevitable o a un plan predeterminado por una entidad superior que trazó el recorrido de la guitarra para llegar, sin posibilidad de error, a las manos correspondientes. Otros, en cambio, ven en esas circunstancias nada más que una serie de fantásticas casualidades y sostienen que el azar juega un papel fundamental en la vida de cualquier individuo. Cada uno de ellos -los que invocan al destino; los que adhieren al azar- encuentra una bella y confiable cita que sustente su apreciación. Y sobre los restos de un asado o unas cajas de pizza vacías, entre copas y cigarrillos, se tejen y destejen argumentaciones endebles o espléndidas.
Todos coinciden, sin embargo, en el asombro, cuando se intenta desentrañar el maravilloso entramado de sucesos que se adivinan detrás de los actos más triviales. En fin: en la sutil complejidad de las historias simples.
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