Viernes, 17 de marzo de 2006 | Hoy
Por Beatriz G. Suárez *
"Y nada tenía de malo, y nada tenía de raro, que se me hubiera roto el
corazón, de tanto usarlo".
Eduardo Galeano. "El libro de los abrazos".
Alberto Migré finalmente murió del corazón.
Habría sido de noche, abrazando una almohada o juntando la vida entre tinta y lágrima. Migré, paladín del tercero en discordia. Escribiendo y
sometiéndonos a sus hermosas migraciones, volviéndonos adultos voladores con el seguro social de sus novelas.
Varias generaciones de latinas osaron subir al taxi de sus admirables ideas y a más de uno le salió piel de gallina entre duraznos suaves y caricias para evitar el desencuentro.
La telenovela, ese género innumerable que no tiene prudencia e ingresa a los hogares fulminados de vivir lo mismo pero sin música.
Él fue corresponsal de guerra en el enfrentamiento de muchachas pobres con ricos subidos al trono, hijas preferidas y padres contrarios, amantes, ataques, empresas familiares sostenidas en amores, charlatanes, buenos
pibes, sirvientas y tantos otros que, esclavos de sus guiones con trifulca, mezclaron algo de lo nuestro con el blanco y negro de los años setenta.
Se habló de diosas pero jamás de diablas, Migré fundó una diabla en 1973
cuando Soledad Silveyra fue a fondo con el paraguayo mas sensual que
hubiésemos imaginado y aunque no alcanzó para olvidar a López Rega, esas
noches de bombachas húmedas e invierno en caña Legui, Arnaldo André prometía paraísos a domicilio.
La pobre diabla se hacía argentina y el comentario daba prestigio a las
vecinas que barrieron contentas las primeras desazones con dolor y despecho dulce presos en la caja del t.v.
Después Marilina Ross y André murieron en "Piel naranja" y la hora veintidós de los jueves se suicidaba para darnos esperanza mientras Isabel Martínez gritaba en los balcones una perorata más indescifrable que la letra de ellos, unas palabras no menos asesinas. La diabla.
En 1978 Thelma Biral y García Satur bautizaban mis quince y mientras en
flaco Menotti fumaba nosotras entendíamos que la junta militar era otra cosa si había dos a quererse.
Mezcló llanto de hija, madre y abuela. Superpuso las gotas. Mientras eso
pasaba el país ardía vivo pero en llamas ahogadas de silencio y partos no
declarados.
Fue hallado muerto en su casa de Buenos Aires presuntamente de un infarto, el mismo que nos daba pero esta vez en serio y con él se fue ese olor a feo y lindo de aquellas veladas cuando en casa habíamos comprado por fin un tele donde rojo, azul, verde y amarillo se desdibujaban en las remeras del mundial de fútbol.
Se fue Alberto Migré y el último tecito del otoño, almohadones, living, las muchachas primarias detenidas en el monumento aquél de la pantalla cuando había pocas cosas y el cuerpo quedaba trabado y hasta enclenque por mirar besos inevitables, mujeres a cuestas, etcétera.
Un homenaje para él y sus medidas populares, a la novela lógicamente
resistida pues como siempre sus "salir a buscarte" nos llevaban en vilo
mientras en la calle sucedían las cosas.
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