Sábado, 22 de enero de 2011 | Hoy
Por Miriam Cairo
La ardillita rubia se babea en la tribuna, al ver los charcos de la sangre derramada de David. A mitad del cuarto set, el marcador despierta la sed de los sedientos y en un descanso, el alma de la vampira baja a lamer el suelo. Lo chupa con fruición en cuatro patas. Cuando la cámara vuelve a enfocar el banco, ella está otra vez, repuesta, con su naricita mínima y sus ojos azules enfocados en la batalla que viene liderando su esposo. Pero David no sólo mantiene su servicio sino que quiebra el de su adversario y lleva el set de tres uno a cinco tres. Luego, una doble falta deja a David en una igualdad comprometedora cuando estaba sacando para quedarse con el cuarto set.
La alternancia de buenos servicios y errores no forzados van sembrando dichas y zozobras. Pero con margen y velocidad el rey gana sus puntos. Cuando la ardillita australiana se relame sedienta ante una bola inesperada del esposo, David, con temple de ungido decide que es mejor dejar picar la pelota y fulminar con una volea cruzada antes que tomarla en el aire. En una fracción de segundo la mente le ordena al cuerpo el movimiento victorioso.
El tie break se le escapa a toda Australia y el alarido agonizante del esposo no le hace temblar los colmillos a la vampirita australiana que retuerce las manos mientras la cámara no la enfoca. Con sus tics eléctricos el luchador toma aire como un náufrago toma el último sorbo de agua y yerra el primer servicio. Con el segundo saque pone la bola en juego pero después de cuatro golpes la manda afuera: seis cero para el rey. Luego la tribuna salta como una rana escaldada para festejar un punto. Sin embargo, con el segundo saque y otro revés paralelo, David deja su marca de oro y se lleva el cuarto set.
Si el partido resulta tan atractivo es porque ambos devuelven pelotas imposibles. Pero aunque el australiano haga todo lo que sabe, y es mucho, también queda desarmado ante los golpes acertadísimos de David. El globo del rey hace llorar al entrenador contrario pero su entrenado le devuelve el alma al cuerpo con una buena devolución que lo deja cuarenta iguales en el tercer juego. A ello le sigue un error no forzado del rey que es rey pero también es hombre.
Las piernas de David lo llevan de una punta a otra, cargadas de sodio y minerales. Se presienten resoplos a uno y otro lado del planeta, porque en todo partido de David los exabruptos se vuelven imprescindibles, como en una buena noche de amor las palabras fuertes, las palabras genitales, sazonan los cuerpos agitados, las almas sudorosas. Igual que en el coito la respiración es entrecortada, en los partidos de David, la electricidad del vientre asciende hasta el centro del pecho y retuerce el alma.
El rey no sólo aflige al esposo y a su ardillita australiana, sino que mantiene a raya a todo el estadio. En estos momentos de dominio latinoamericano, no enfocan más a la ardillita porque la sangre derramada es la de su esposo y si hay una regla de oro entre todas las ardillas del mundo es que a la sangre del marido se la consume con técnicas más perversas pero en privado.
Después de tres horas y media de juego reaparece ante las cámaras la ardillita con el semblante de cantautora desalentada. El remate clavado en su propio lado de la red cae como una puñalada suicida en el propio pecho australiano, pero este esposo no es un boxeador que se deja golpear sólo para ganar la bolsa. El sigue luchando y eso hace que éste sea un partido entre los partidos, un espasmo entre los espasmos.
Mamá australiana está en segundo plano. Ya no hace falta en el primer lugar porque la ardillita es igual de vampírica y de australiana. Una buena derecha le da esperanzas al local pero él mismo la desaprovecha con una devolución demasiado larga que se va afuera. Otra regla de oro entre todos los canguros del mundo es que la ardilla debe parecerse a mamá, de lo contrario, el ciclo natural colapsa.
Sólo le faltan a David cuatro puntos para la victoria pero dos buenos servicios del local entusiasman al público australiano. Sin embargo, el treinta cero se hace treinta quince y a la ardillita se le salen las peores canciones por los ojos. De pronto, un cuarenta quince parece que obligará a David a servir para el partido, pero por un instante el revés a dos manos nos vuelve dejar en estado de coito. La adrenalina baja otra vez, porque el marcador anuncia que el rey servirá para parido, pero la última bola jugada contra el favorito del estadio y contra la red, aunque se fue por escasos centímetros, provocó un relámpago catártico, coital.
Los partidos de David son como las mujeres multiorgásmicas: a un temblor le sigue una asfixia, a una asfixia, una implosión, a una implosión un derrame, a un derrame un cataclismo. Y así como el amante no puede más que reverenciar a su amada, nosotros nos rendimos ante los pies del ungido.
Luego de cuatro horas y once minutos, el esposo consigue el quiebre para saciar el hambre de gloria de su ardilla, de su madre, de su tribuna. Cinco iguales. Con el contrapié, David nos coloca quince treinta. El revés por paralela y otra contrapierna nos dejan en quince cuarenta. La ardillita se muerde los labios y con dos aces el esposo se pone cuarenta iguales. La red le da ventaja y una devolución larga de David lo coloca seis cinco. En el quinto set no hay cortes comerciales.
El público se despierta y de pie ovaciona a su favorito. David con pelotas nuevas. David inicia el séptimo juego y con una delicadeza casi sexual de su muñeca se lleva el primer punto. De todos modos, el rey tropieza sobre sí mismo, lanza pelotas que no duelen y el esposo tiene match point para toda Australia. Pero David se lo quita con un toque imposible. Con los ojos fríos, fijos, duros, con el hambre de la ardilla y en nombre de toda la fauna australiana, el esposo lucha y consigue el segundo punto para partido: con otra volea de derecha, David se lo roba. El mundo está detenido en un desmayo universal. Sólo los que miramos este partido estamos despiertos. David se gana una ventaja aunque el esposo abnegado llegue a todas las pelotas. El rey salva su servicio. Después de dos match point, con el temple de un domador de leones, el rey mantiene su saque.
Un noveno saque ganador le recupera el ánimo al estadio, pero después de una jugada de toques suaves, de sutileza, precisión, giros de ballet, nuestro rey se lleva el punto. Luego, con un proyectil al cuerpo David gana ventaja. El temblor y la doble falta nos vuelven a dar ventaja cuando la habíamos perdido por poco. El umpire no interviene ante el error de los jueces de línea y el rey se enoja. Esa crispación da oportunidad a todas las ardillas y los canguros australianos para celebrar un siete seis.
Con slide, con temple, con pique, con magia, David consigue un siete siete que deja mudo a todo Melbourne. El ave no puede levantarse de sus cenizas y el rey saca para partido. Veinticuatro tiros ganadores del vencedor sobre dieciséis de su contrincante en este último set, se traducen en un nueve siete para un rey insoslayable.
Después vendrá el lituano, como después de los lunes llegan los martes, pero ¿quién nos quitará este dulce sabor de Betsabé en la boca?
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