Sábado, 12 de marzo de 2011 | Hoy
Por Miriam Cairo
Sobre la mesa de un bar leo a la suicida lúcida que desea caer más que morir. Hago algo más que leerla. Bebo café y la veo escribir sobre otra mesa de otro bar, en otro tiempo y otro espacio. A intervalos irregulares, la suicida suspende el líquido tinta para compensarlo mediante el líquido té.
En la bebida o en el papel puede estar la raíz del descarrilamiento. Ella escribe una palabra, luego otra, luego se detiene. Luego sube a la nave de Jasón. Sabe que la travesía con los argonautas durará tres años sin hacer escala en ningún puerto. Luego baja a la mesa del café y escribe otra palabra. Yo leo una a una las palabras de la suicida que disfrazada de varón practica con los grumetes el amor griego. Escribe que hace todo por no revelar su género y mantener la pureza de su sexo.
Rematadamente confusa, la suicida lúcida escribe en otra mesa de café, en otro tiempo y en otro espacio: tendrían que crearse burdeles especiales para mujeres artistas. Está claro que hace todo por no hilar los pensamientos. Está claro que por eso la leo. A mí me amputaron al nacer el estómago que digiere escrituras digeribles. Los escritores digestivos se leen como Alka seltzer. Se tragan como agua mineral. Se olvidan como preservativos.
Ella escribe una palabra, afila el puñal, rompe el cordel, escribe otra: acomoticlismo. No es practicado por los escritores digestivos. Onanismo tampoco. Paracaidismo más que menos. Oportunismo, siempre. A mí me amputaron al nacer los ojos de leer escritores cristalinos.
Yo leo a la maldita y la maldita me inyecta una voluptuosidad concupiscente. Dicho por los médicos, los psiquiatras y los editores: los escritores digeribles son mucho más convenientes.
Tal vez sean los papeles viejos y oscuros que revisa la maldita sobre su mesa de otro tiempo y otro bar, lo que me hace caer en la cuenta de todo lo que no he hecho. Antes de volver a casa me exijo establecer un orden de prioridades:
Uno: ordenar los libros que están sobre mi cama.
Dos: dejar caer a la suicida.
Tres: no consentir demasiado a mi sexo enclítico.
Cuatro: Pensar si sería posible robarle al padre de mis hijos el libro de O'Neill.
Cinco: no pensar más en el punto cuatro.
Seis: revisar el punto tres.
Siete: no cumplir el punto dos.
Ocho: Ahorrar dinero.
La maldita escribe una palabra, hace un corte violento y la cordura sangra. Luego escribe otras palabras: ¿si las estrellas y el sol sólo fueran prejuicios que nos inculcaron al nacer? Sé que hay un lugar vacío cerca de aquí pero no sé dónde. Mis angustias no nacen de carecer del libro de O'Neill sino de desear lo que más temo o temer a lo que más deseo.
Probablemente son las diez de la noche. Entra la mujer vestida de amarillo. En el bar sólo están los espejos, el mozo, la suicida y yo. La mujer de amarillo casi no existe. Es posible que la haya inventado. Eso hago yo cuando anochece. Invento mujeres y espejos. Aparece la suicida con un grumete en cada mano. Escribe: no muerdo, y me veo obligada a vibrar en el centro de su abismo. La maldita puede ser una mujer judía. Una mujer cafre. Un círculo vítreo. Una mujer sin derecho a voto. Una mujer molida a golpes. Una mujer de caza. Un perro doméstico. Una oveja masoquista. Un timonel. Una mujer vestida de amarillo.
Sobre la mesa del café leo a la maldita. Debajo de sus palabras hay algo gris que interpreto como una flor. El mapa del amor se lee en la palma de su mano. Maldita no llores. Maldita no escribas. Maldita no caigas. Maldita, ¿qué te falta? Los muertos no necesitan aspirina. No asustes a la mujer de amarillo. Nunca más serán las diez si ella no viene.
En la bebida o en el papel puede estar la raíz del descarrilamiento. Los poetas digeribles no mueren de alcoholismo. Los editores no los rechazan. Las esposas les son fieles. Los escritores digeribles piden permiso a una palabra, luego a la otra. Y las palabras se levantan la pollera y les muestran el crepúsculo. Despavoridos, los escritores digeribles corren al diccionario y como no encuentran la palabra acomoticlismo, no la escriben y luego viajan a París. En París se dejan crecer el cabello pero siguen escribiendo libros digeribles. Una desearía que no pudieran hacerlo. Los escritores digeribles tienes acentos digeribles. Hacen pipí en mingitorios digeribles. No saben que todo puede desaparecer muy rápido: el mingitorio, el gato, las paredes, la cama, el bar, la mujer vestida de amarillo. Los escritores digeribles viajan a París sin saber que pueden quedarse sin trabajo. Que todas las pequeñas necesidades, incluyendo el amor, pueden irse al diablo por cualquier causa que se dé.
Pero la maldita escribe la palabra, subvierte la palabra, desintegra la palabra. Ata un cordel en el cuello de la palabra, la acompaña en su movimiento de pequeña muerte y la palabra gime como una niña abandonada. La maldita no persigue historietas de salón, no anda detrás de las señoras gordas que hacen pipí en tacitas de porcelana. A mí me amputaron al nacer el cuerpo para los amores digeribles. La maldita es una loba antes que un perro. Cualquier parte no está en ninguna parte. Hay un lugar vacío cerca de aquí pero no sé dónde. Sobre la mesa del café, en la biblioteca pública, en la bañera, en el cuarto de hotel, la suicida lúcida ama a un maniquí desnudo y lo ayuda a hacer el amor sobre el agujero abierto en una gruesa revista porno.
La maldita tira de un hilo y mueve las raíces del infierno. El mapa del amor no es un palo seco dentro de una canasta seca. A mí me amputaron al nacer el camino de regreso del infierno.
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