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Miércoles, 2 de noviembre de 2011

CONTRATAPA

Turista

 Por Guillermo Paniaga

Escribo:

Soy un turista de sensaciones; lo soy desde que tengo memoria y recién ahora descubro que mi búsqueda, mi estigma y mi preocupación son casi un plagio: soy lo que soy y no sé por qué, para qué, para quién. Me siento vacío, agotado; nada me asombra.

Sufro y disfruto de mi soledad ausente y esquiva; la esperanza es un cerco que se eleva ante mis ojos pasivos; trato de aceptarla para curarme en salud, pero me bastan diez minutos de su compañía para desear nuevamente el encierro y la confusión de mi mundo, de mis libros y de mis frases resentidas. Ella forma parte de la seducción, un juego que conozco de sobra y me fastidia.

Todo aquí pende de un hilo.

Me cuesta mantener el interés; todo me parece inútil. Todo, todo, todo... Repito la palabra como si se tratara de un conjuro, como si alcanzar el absolutismo pudiera servirme de algo.

Es la desilusión, la angustia, el tiempo diluido. Es la vida que me toca vivir, extraña, pesada y rutinaria. Me pregunto si vale la pena, si valés la pena. Te deseo, pero cuando llegás a mis brazos sólo atino a escapar.

Soy turista de sensaciones porque ninguna me completa como para enraizarme en ella. Busco el amor, está claro. Busco con la maldita certeza de haber perdido la capacidad de amar, acá, sumergido en profundidades tan argentinas, tan pesadas. No me interesa el amor y lo busco, me resulta falso y lo busco; sé que no existe y aún así lo busco.

Estas palabras me asustan.

Soy un turista de sensaciones, de lugares comunes; soy tan ingenuo en mi tardío proceso de formación: si estuviera en París, seguramente recorrería cualquier calle Cortázar, Miller, Sartre y qué sé yo cuántos más; iría en busca de fantasmas, de la experiencia mística que me contagiara el alma de esos tipos. Pero no estoy en París; no tengo dinero para el exilio; estoy en Buenos Aires; aquí construyo mi nada. Estoy en Buenos Aires, vivo Buenos Aires y eso ya es mucho. Buenos Aires, ya te siento angosta y apenas si te conozco (pegá la vuelta Petronilo). Rosario, volveré y... ¿Y?

Acá también soy un turista de sensaciones, voy en busca de fantasmas para que me iluminen; recaigo en lugares comunes, camino calles Borges, Bioy, Marechal, Cortázar... Camino Buenos Aires con los ojos abiertos, pero a veces voy tan dormido, tan contemplándome desde afuera... Hay un bar; no sé cuántas veces habré pasado por esa esquina; decenas, supongo, no lo sé. Recién anteayer lo vi, y entré: Carlos Calvo y Lima, un bar del cual ni siquiera registré el nombre. Fue dar el paso y trasponer las puertas del tiempo, ingresar a una felicidad que sólo se explica con la palabra nostalgia, aunque la paradoja atente contra el sentido. Era otro mundo, otra Buenos Aires; una sensación que no esperaba, un recuerdo presente, una imagen de mi primer viaje a esta ciudad, con mi viejo; todo eso ahora, año 2001 y con treinta años de ser y estar, treinta años de to be. Las sillas, las mesas, el mostrador, la caja registradora, el silencio fantasmal en una dimensión superpuesta al ruido exterior, ahí nomás, al otro lado del ventanal; eran las cuatro, demasiado tarde para el detalle que me hubiera llevado el éxtasis: faltaban el aroma del café recién hecho y el de las medialunas; a esa hora, el ambiente soportaba el último olor a bifes y grasa vieja. Yo era el único cliente. Había un televisor sintonizando una telenovela; voces mexicanas sobreactuaban para nadie; y los mozos semidormidos tan antiguos como el bar, tan delantal celeste y bandeja plateada, tan Buenos Aires a mis ojos infantiles.

Soy un turista de sensaciones, incluso aquí mismo, en este cuarto de tranquila bohemia burguesa; una habitación que, de todo lo que esperaba, sólo me ha otorgado la necesaria soledad. Tal vez hubiera sido bueno un poco de margen, pero aún no estoy preparado, y no sé si lo estaré aquí, en Buenos Aires; no con una realidad que va más allá de mí.

Soy un snob y un cagón. Soy un turista de lugares comunes.

A La Biela también llegué con intención mística; pero todo allí me resultó artificial; hasta el murmullo de los parroquianos era irreal, como el de esas películas en las que se oyen demasiado claras las palabras de los protagonistas, y atrás, muy atrás (detrás del piano en sordina, incluso), el rumor donde siempre sobresale una risa femenina, una risa clara y falsa, tan falsa como todo allí, en La Biela. Y sin embargo me gustó, me resultó grato sentir que en mi mesa, junto a la ventana, estaba solo y sin mi paranoica perturbación; era yo el que observaba, el que vigilaba, el que juzgaba y prejuzgaba. Y además estaba la lluvia, preciosa y torrencial, cubriendo de agua Plaza Francia y los planes de los turistas de geografías. La gente bajaba de los taxis y entraba al bar; era el lugar elegido para la salida de un sábado por la tarde. Yo mismo salí de mi cuarto con la única intención de llegar a La Biela y encontrarme con qué, con quién. Había allí algunos pocos extranjeros. Yo también lo era. (Soy viajero por naturaleza, aunque jamás haya salido de este país. Soy un viajero anclado en la misma ciudad; soy un escritor sin libro. Soy un aprendiz en plena metamorfosis. Soy The Doors en el walkman. Soy Cástor, soy Pólux)...

Obviamente es el primer bar el más digno para Avignon... Avignon... ¿Por qué bajo? ¿Por qué me dejo caer?

Has escrito:

Promesas para el tiempo que falta: la gran mentira. Me pregunto por qué, Pandora, la esperanza deambula por la tierra si la caja fue clausurada antes de que huyera. Esperar es no tener. Esperamos lo que no está. Esperanza, tan inútil desde que el tiempo no existe. Nos devanamos los sesos por tratar de tocar lo intangible. Somos sustancia esclava de las abstracciones; ¿esperar algo que llegará cuando el tiempo haya pasado? El tiempo es un instrumento para medir qué; no sé. ¿La historia? No, eso sería aceptar el pasado y aceptar el pasado es aceptar el tiempo. ¿Futuro? No existe. ¿Presente? No existe. Pensar y luego existir; hijos míos, dad crédito a un reloj y permitiréis la existencia del tiempo, aceptaréis la muerte. Por qué la maldita necesidad de compararlo todo, por qué la metáfora y la metonimia. ¿Más viejo? ¿Tan viejo como qué? ¿Hace falta conocer la edad de una persona para evaluar su sabiduría? Somos esclavos de las abstracciones; fieles prosélitos del papel moneda, de los hectolitros, de las alturas, de las profundidades, del antes﷓durante﷓después. ¡Basta! ¡Estoy harto! Yo soy un ser humano, carajo, y mis sentimientos son más tangibles que el cuatro pitagórico: puedo acariciar mi angustia, oler mi felicidad, oír mis nostalgias. Creo y no creo en el amor.

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