Martes, 8 de noviembre de 2011 | Hoy
Por Víctor Maini
Mi abuelo nunca plantó un rosal, ni mucho menos un jazmín, ni hablar de una hortensia, para la cual contaba con una excusa casi científica de la relación que había entre este vegetal y la soltería de por lo menos una de las mujeres que habitaran dicha casa.
Odiaba a la cala por ser flor para los muertos, y resumía todo comentario diciendo que demasiadas flores iban a llevarle a su velatorio. Tampoco conocían el gallo las gallinas de su gallinero y se vanagloriaba de ser él el único macho que entraba a dicho corral, mientras cantaba imitando al ave y golpeaba sus brazos contra su tronco como si se fuesen alas. En realidad nada había en su casa que no fuera útil, que no se pudiera comer, secuelas de la primera guerra que le había hecho conocer la miseria y el hambre.
No soportaba que faltara el pan en la mesa, y siempre había que comprar de más, por lo que generalmente comíamos pan duro por no tirarlo y el del día quedaba para el siguiente, excepto los domingos que se usaba todo el sobrante para el budín de pan.
Mi padre siguió sus pasos, todo tenía que tener un fin corpóreo, debía pensarse si convenía antes de hacerlo, cuánto dinero podía dejar el negocio, para poder comprar todos los kilos de pan que uno pudiera, no vaya a ser que faltara el trabajo y la miseria se instalara en nuestra casa. Debo reconocer que no era tan estricto como su antecesor ya que por lo menos comíamos pan fresco todos los días encargándose él mismo de besar al duro antes de tirarlo, pasando jornadas en las que besaba mucho más al Felipe que a nosotros.
Por mi parte me iba haciendo a su sombra, repetía sus dichos, jugaba apuestas, llenaba álbumes cambiando y ganando figuritas en la calle, goleador del equipo, jugador con más salvadas para todos en las escondidas, era hábil con los números, pero existía un problema, había heredado el corazón de cristal de mi madre.
La mirada con la que buscaba formas en las nubes después de colgar la ropa en la terraza, era la misma con la que yo quedaba colgado en el cielo luego de izar la bandera en la República de Chile.
Ella sabía de las cosquillas que sentía muy cerca del estómago cuando la veía llegar a Silvia Trifiló con su vincha blanca o sus dos colitas en el pelo, adivinaba que un pibe podía estar enamorado, aunque jamás lo confesaría por vergüenza y mucho menos ante mi padre que lejos estaba de esas cosas.
Algunos domingos salíamos solos, me llevaba al zoológico, luego al palomar y por último al Castagnino a mirar cuadros, a pasear, como ella decía, que no había que saber nada, sólo había que mirar y disfrutar.
Eran paseos que lejos de aburrirme, me gustaban, tal vez porque eran secretos y nada tenían que ver con las caminatas mercenarias que hacía con mi hermana por todo el barrio Echesortu mirando vidrieras, todo por un miserable helado de una bocha en La Gloria.
Así como en el campo había turcos que se perdían en la neblina tratando de llevar todo lo que les hacía falta a los chacareros, en los barrios tenían sus sucursales y en viejos camiones o chatas, visitaban casa por casa llevando todo lo que uno pudiera imaginarse a cuestas. Desde uno de esos camiones una tarde de sábado circulares, mi madre le puso todos sus ahorros en las manos del turco para que le bajara un enorme cuadro que colgó en el comedor, por supuesto a escondidas de mi padre que ante el hecho consumado tragó saliva y se fue a dormir sin comer.
Para mí nunca fue un cuadro, siempre fue una ventana que anuló para siempre la existencia de la sodería Liverpool detrás de la medianera. Sus tres patos, dos nadando y uno levantando vuelo desde un manso río rodeado de distintos verdes de árboles de la isla y un bote amarrado a lo lejos fue un refugio para mis días tristes, en él me sumergía y todo volvía a estar bien, surqué sus aguas en el bote llevando a Silvia a mi lado, me escondí entre las ramas de un ceibo ante una travesura, y muchas veces junté miga de pan para alimentar a las aves.
El único felicitado que tuve en dibujo fue gracias a una réplica en una hoja canson que la titulé "un día en la isla".
Con mi viejo también salíamos solos, generalmente a la cancha. Un domingo, en el mismo Parque Independencia, vimos cómo salía del campo de juego lesionado un tal Silva, jugador proveniente de Lanús, muy hábil, con el número cinco en su camiseta, que se había encargado de hacer feliz a mucha gente y por lo que lo aplaudía toda la parcialidad, mi viejo también lo aplaudió, con un detalle, estábamos en la tribuna contraria. Ante los primeros insultos, mi papá redobló la apuesta e incluso se atrevió a gritar: "¡Bravo pibe, gracias por el fútbol!". Creo que fue la mayor sorpresa que me llevé de todas las salidas, a él también y a su manera le gustaba el arte, lo que se hacía porque sí, por la belleza, por la vida, para el disfrute, no importaba si convenía o no.
Con el tiempo y distintos sistemas consumistas fueron inclinando la balanza para el lado de lo rentable, todo lo que le servía al negocio estaba bien aunque estuviera mal para la vista, el buen gusto y el placer del espectador.
Fui testigo de cómo malos agentes que no pertenecen a lo esencial del fútbol, como son el director técnico y los periodistas, a tal punto que ninguno figura en el reglamento del juego, y con el único fin de hacer del arte un negocio, no les tembló la mano para destruir lo bello.
Desaparecieron los Silva de los distintos equipos, todos jugadores de laboratorios, todos cortados con la misma tijera, todos convertidos en objetos, con indicaciones precisas para ganar sea como sea, alejándose del arte, acercándose a la máquina...
Por eso, después de escuchar a formadores de opinión decir que "hay que bajar la persiana", "hay que especular", "hay que trabajar para destruir al adversario", "la moda es el catenaccio", que es en otras palabras como ponerle candado al museo de bellas artes y cosas por el estilo, se me hace muy difícil gozar con el espectáculo, a tal punto que aplaudo una buena jugada de cualquier jugador con cualquier casaca, siempre y cuando defienda el buen juego. Al igual que a mi padre aquella tarde, me insultan y me tratan de vendido antes de hacerme siempre la misma pregunta: "¿Pero flaco, vos al final de que cuadro sos?". Siempre les contesto lo mismo": ¿De qué cuadro voy a ser?, del único, del único que había en mi casa uno con tres patos, dos nadando y uno levantando vuelo".
Después de tantas ausencias, muertes y mudanzas, ignoro dónde quedó dicho cuadro. Lo busqué durante un tiempo hasta que me di cuenta que no me hacía falta encontrarlo, que estaba dentro mío y que podía proyectarlo en cualquier pared las veces que quisiera, o pintarlo en alguna tela. O bien contarlo, como intenté hacerlo en este relato.
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