Jueves, 10 de noviembre de 2011 | Hoy
Por Jorge Isaías
A José Pedroni i.m
A Santos Isaías i.m
Aunque la cosa era en diciembre, los preparativos y el entusiasmo arrancaban por lo menos un mes antes. Empezaba por echar miradas furtivas sobre el ropero grande, donde hacía once meses una gran valija de cuero dormía allí el sueño de los justos, con su marrón oscuro y sus dos correas que aseguraban su peso. Pero un día la decisión se tomaba, o estaba lista de la noche anterior, y cuando venía de la calle entraba directamente a la pieza grande, con esos pasos largos que transportaba su alto corpachón y la bajaba con una sola mano. La llevaba hacia el patio, donde ya una silla esperaba y entonces la ponía a tomar sol durante el resto del día.
Mi padre, con la torpeza del hombre acostumbrado a usar desde niño la fuerza bruta trataba a su valija como a la niña de sus sueños. Antes de caer el sol y "para ganarle al rocío" --según él--, la entraba y tomando un trapo seco le limpiaba el polvo acumulado, luego otro donde apenas lo mojaba en alcohol de quemar y la dejaba reluciente, lista para acompañarlo por miles de kilómetros.
Mi padre viajó durante veinticinco años consecutivos a la zona rural de González Cháves, provincia de Buenos Aires, como costurero en las máquinas trilladores de los hermanos Rafael y Albino Trentini. Las trilladoras de ese tiempo no estaban en manos de intermediarios sino que eran las herramientas de los chacareros, ya fueran propietarios de la tierra o no.
Hasta el momento en que los hermanos de mi abuela Laura, los tíos Nello y Cholo lo convocan porque el primero no quiere o no puede viajar más, es que mi viejo lo reemplaza. Al poco tiempo Cholo también abandonó. Y ambos murieron jóvenes, como eran los hermanos menores de mi abuela y ella lo había tenido a mi padre a los diecisiete años, estaban más en edad de ser primos que sus tíos y hasta Cholo tenía un año menos, lo cual le hacía decir que mi padre era en verdad su tío. Gran bromista era este gringo bonachón, en cambio Nello era más parco, usaba bigote bien cortado y su cabello a lo Humberto Primo que lucía como un cepillo. Estaba casado con tía Ada, baja, de grandes lentes y silenciosa. Creo recordar que no tenían hijos.
Cholo en cambio tenía tres. Un gordito con un año menor que yo al que llamaban Petiso y dos niñas. La menor se llamaba Griselda y le decían Grillo y la mayor creo que se llamaba Norma. Estaba casado con tía Italia, quien lo sobrevivió una punta de años.
Hasta allí mi padre iba a hacer la cosecha a un pueblito cordobés que se llamaba Ordóñez y decía: "Me voy a la cosecha fina al Norte", cuando empezó a ir a González Cháves, decía: "Voy al sur". Un par de años pegó doblete, fue a ambos porque en Córdoba y Santa Fe, el trigo se levantaba antes. Pero luego las cosechas en el Sur se fueron prolongado en días y la verdad es que traía plata para sobrevivir más de medio año, por lo cual mi viejo ni dudó.
La pequeña trilladora de entonces incluía el trabajo de tres hombres: un conductor, sentadito allá en lo alto, y en la parte trasera un bolsero y un costurero. El primero iba acomodando una bolsa vacía debajo de un caño que chorreaba velozmente el trigo ya limpio "de polvo y paja" en verdad y se la corría al costurero. Este tenía que ser muy hábil ya que con rápidas puntadas debía dejar la boca de la bolsa bien cerrada. Este trabajo lo hacía con una aguja muy grande y debía ser veloz para enhebrar con ese grueso hilo bolsero y también al llenar tres bolsas apretaba una palanquita en el piso de la máquina y deslizaba por un tobogán pequeño cayendo en el campo. Luego pasaría el acoplado que tiraba un tractorcito Pampa o Hanomag o Massey Ferguson y las iban cargando.
Mi padre se jactaba de ser el mejor costurero del pueblo y tal vez fuera verdad porque no escuché a nadie que lo desmintiera. Era hermoso ver esa pequeña trilladora que sobresalía sobre el oro maravilloso del trigo, perseguida por un mar de mariposas celestes, rojas, blancas y amarillas y por cargosos abejorros bramadores y por alguna que otra abeja que estaba libando las florcitas silvestres que crecían subrepticiamente entre las tupidas plantitas de trigo.
Era una belleza ver el trabajo de eso que parecía un barco navegando esa ondulante marea amarilla que de vez en cuando expulsaba un pechirrojo como una brasa de fuego que emergía del estrépito de las lanzaderas y los fierros de la máquina y caía como una exhalación cien metros adelante.
Imposible no relacionar estos recuerdos con el bello poema La Trilladora, de don José Pedroni, incluso hasta ser vencido por la tentación a la cita: "Se perdió en la llanura con su motor de fuego/ su vagón, su casilla, su carrito aguatero./ Un niño la seguía con paloma, y no ha vuelto./ Era callado, triste? No cambio mi recuerdo".
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