rosario

Jueves, 26 de enero de 2012

CONTRATAPA

Precios

 Por Jorge Isaías

"¿Quién paga los derechos del velero

que escribe adiós en la tarde, que no puede volver?

Juan Gelman

No es que uno idealice este lugar porque ha nacido en él, o porque la distancia sea la paridora de una nostalgia tremebunda. No. A nadie escapa ﷓y en mí menos﷓ que por aquí también se cuecen habas y hay gente que pretende vivir pisando al prójimo. Como en todos lados. Pero también es cierto que aquí hay gestos que tienen los vecinos entre sí que en las grandes ciudades son absolutamente imposibles y hasta suenan a cuento.

Debajo de los fresnos hay una mesa redonda de cemento donde mis padres cenaban en las noches de verano.

Hoy en ese lugar José Farina me deja el agua potable aunque yo me olvide de dejarle las monedas. No es raro que sobre esa misma mesa encuentre una bolsa con choclos de la quinta de mi vecino, don Chávez, hombre del norte, grave como un antiguo criollo que sonríe con discreción cuando voy a su casa para agradecerle su obsequio silencioso ya que todo sucede en mi ausencia.

Cuando miro ese viejo trinchante que durante tantos años mi madre había deseado, repleto de vasos, vasitos, pocillos protegidos por ese vidrio con su puertitas corredizas, es como si mirara la historia de la casa y la mía propia. Cada objeto que reposa allí tiene la suya y verlos allí es como un texto donde se interpretan sucesos menores pero también algunos grandes que se pueden enlazar sin tanta exageración con hechos más amplios que se vinculan con la historia a secas.

Debo reconocer también que la mayoría de esos pocillos que son restos de juegos que mi madre habrá comprado con no pocos sacrificios, poco me dicen, o, me cuentan historias ya cada vez más fragmentarias, cada vez más olvidadas y, lo que es peor, no puedo compartir con nadie, pese a que no resisto la tentación de ir usándolos para que ellos no sientan (si es que los objetos sienten) que han tenido una existencia vacía.

Quedan algunas tazas verdes y amarillas donde mis hijas reconocen haber tomado allí el café con leche que mi madre les servía en su infancia. Y eso me hace feliz, porque veo que la tradición de esos objetos mudos no se corta con el paso de las generaciones.

Abro luego un antiguo aparador con sus estantes atestados de libros y colecciones de revistas que fui llevando para hacer lugar en mi biblioteca. La idea era curiosear, pero el calor acobarda pronto mi voluntad y salgo al patio dende una sombra propicia me espera, y bajo esa fronda espesa escucho el piar nervioso de los pájaros cuyo canto ya no reconozco. Inútil espero el vuelo alto de los patos, o la escuadra perfecta de las garzas moras hacia aquellos bañados, porque ya no existen. Andan sí, bandadas bullangueras de cotorras, que vienen de otros lugares donde la deforestación es implacable. Es la soja que empuja el equilibrio ecológico, signos de los tiempos que nos acosan duro.

Hay alguna gente aquí que tiene otros valores. Juan Carlos Sequeira, por ejemplo, el popular Bomba, quien una vez nos hizo un gol en un clásico a los dos minutos y no pudimos remontar el resultado. Recuperé ﷓me dice﷓ el patio de mi infancia que yo llamo "mis raíces". Porque digo, ¿qué precio tiene ese lugar donde yo corría saltando una cuerda o jugaba con mi pequeña pelota o con mi trompo?

Lo miro sin contestarle. Pero pienso, este hombre es un sabio. Luego me invitó a un asado allí, donde circula entre sus tomates y sus frutales que son industria de sus manos. Me reí de muy buena gana con sus ocurrencias y la de sus amigos: los dos Raúles ﷓ Lisi y Ferreyra﷓, mi hermano y José Rainiero al que llaman El Príncipe.

Ese patio profundo de buen cuidado césped, con su fresno añoso y alto, el correteo de los gorriones, las nubes que se agolpaban grises en el sopor del día amenazaban una tormenta que el campo esperaba como un perro sediento. De regreso con mi hermano nos acompañó una cortina de lluvia que rodeaba al auto por las calles desiertas del pueblo.

Estas pocas cosas ocurren todavía en mi pueblo, donde un amigo que vende quesos deja en un lugar la llave para que algunos de sus clientes se atiendan solos si necesitan algo de urgencia. Pesan la horma en la balanza y le dejan anotado en un papel aquello que se llevaron.

Mientras quede esta gente, esta buena gente dando vueltas por las calles de mi pueblo, seguramente quedarán cosas vivas.

Aunque ahora las garzas busquen otros cielos más propicios para surcar con su vuelo perfecto.

Pero aún quedan las golondrinas que vuelan en círculos cada vez más cerrados hasta que orientan sus picos hacia el olor del mar lejano y allá van en formación perfecta como regalo a nuestros absortos ojos renovados que la miran siempre

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