rosario

Miércoles, 3 de mayo de 2006

CONTRATAPA

La pala

 Por Sonia Catela *

Se asomó por el ventanal, desconocida (y yo de ella), y supe que iba a

entrar con esa decisión arremetedora, y arremetiendo abrió la puerta , colgó la cabeza entre la cancel y la pared, profirió un: "no vendo nada, no se preocupe: compro, y usted tiene algo que quiero", bien mayor, envejecida, con un ímpetu desviado ya que no me sobra ni molesta algo de lo que haya pensado desprenderme o hacerlo plata, "permiso" y se cuela; yo pinto, reproduzco en tela la calle, mi cuadra, de a metro por día, coagulo mi paisaje, algo que permanezca, y esa intrusa me sorprende desnuda frente a mi mirada; quiero impedirle que juzgue, que se apropie de lo que capturo para conservar tanto como se pueda el mundo que circula; suelto el tubo de óleo, el pincel, me planto delante del bastidor trabándole el paso y que me explique, qué dispongo para el mercadeo, qué objeto que, según afirma, le interesa.

﷓Usted lo sabe﷓; se torna lenta, lenta en los ojos que agrandan y deshumanizan sus lentes gruesos como lupas, lenta en los gestos, en su taparse algo que cuelga de una cadena (un medallón) en los "usted lo sabe tan bien" que repite como si esculpiera las frases en piedra, y otras palabras que se ahorra para que yo rebusque adentro y las ponga en boca,

ella, la mujer envejecida bloqueándome entre la pintura que le impido ver y la puerta que clausura con su cuerpo y con su decisión, "Francamente, ¿la conozco de algún lado?" titubeo.

Se cierra la camisa para taparse el medallón, tapar y destapar, de eso se trata. "Claro que me conoce", la situación se aproxima a un ajuste de cuentas y yo saco los trapos que he ido ensuciando y evalúo cuál le atañe o la perjudica; doy un paso hacia ella para que retroceda, la mujer recula unos centímetros, se planta en la arcada, "esto es Billinghurst 1257 ¿o no?" se cerciora y corroboro, "no hay error, entonces", mete la mano en el bolsillo, saca algo, son monedas, las deposita sobre la base de la estatua que flanquea la puerta; "¿Un cigarrillo?", alarga el atado, "No fumo", "Ya no fuma" "No. Ya no fumo".

"¿Te acordás de Claudio?", espeta, lenta, lentísima, mirada lenta, palabras lentas, "no conozco ningún Claudio", repongo, "vos sabés que sí", y es otra vez hallarme frente al volante, en ese ómnibus de turismo escolar reventado contra la columna que no vi, y ellos, los pibes, gritando en la oscuridad, enunciándose uno a uno, mencionándose con sus sollozos, Claudio incluido, mientras las llamaradas, ya se sabe, crecen, enormes, acercándose, más notables por la oscuridad de la noche, ¿por qué se han apagado las luces del ómnibus? todo ese humo y la chofer se lanza hacia la banquina, salto y empiezo ya, en la oscuridad de la ruta, sola, a preguntarme, por Claudio presente y Carina presente, y Luisa y Sergito, apresados en ese pasillo hacia atrás en el que no me interné, en el que no me interno; una salta afuera, corre a lo largo de las ventanillas cerradas, en la banquina, sin atinar a detener, a revertir lo que sucede. Los "mamá" se esparcen junto al humo por las escotillas del techo. Yo también quiero ir con mamá. Tiendo los brazos a la mujer envejecida, ella retrocede, me deja paralizada en la banquina, oyendo, mezcladas al humo y al fuego, las voces; en el pasillo que no desanduve, los gritos se enroscan bajo las llamas, se chamuscan, se vuelven ceniza. "No se olvide sus monedas". "Con eso pago la pala, ¿verdad? eso tiene para venderme; pero se la dejo", sentencia en el peldaño final de la escalera, pie en la calle, en el último asiento del ómnibus donde Claudio seguirá pidiendo por su madre, sin que haya pala con que terminar de enterrarlo, de enterrarlos después de estos diez años.

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