Martes, 3 de julio de 2012 | Hoy
Por Marcia Bredice
A Uruguay la hicieron los mulatos, a imagen y semejanza del candombe. Le pusieron son, la cantaron con labios gruesos y la transpiraron, mientras fueron haciendo de su historia, una historia de fuegos, fusiones, penduleos y contratiempos. Más tarde (o al mismo tiempo) vino Artigas, su ejército y la Mar en coche.
La mar bajó y se hizo río y le fue a besar los pies a Montevideo, mientras le caminaba la costa envuelta en un abrigo. Montevideo multiplicó el eco del tambor y se mestizó con el gentío. Se hizo rambla y amigos, choque de copas en El pony pisador y abrazos templados en las noches más frías de junio.
Y en medio de la sucesión de hechos inesperados de un triste cambio de década en los calendarios que más nos pesan, Montevideo se me metió en las más desusadas capas de mi histología y me dio fríos, escalofríos y gente tan cálida como Eli.
Eli era nieta de mulatos. Cuando decidía dejar Buenos Aires por Montevideo, escapaba de un hombre que la golpeaba. Yo era víctima de violencia doméstica, me confesó, mientras nos acercábamos a la dársena. No podía dejar de mirarle sus marcados rasgos, su pelo tupidamente enrulado, su ancha nariz. Anduvimos juntas bajo el sol del mediodía, deteniéndonos ante las fachadas antiguas con el gesto de asombro que amanece en la cara de cualquier turista que camine por esa inconsolable ciudadela. Me decía que, abocada a su absorbente trabajo en un supermercado mayorista, no muchas veces había recorrido la ciudad. Desde hacía un tiempo esperaba un trabajo administrativo en el puerto, un trabajo que podría cambiarle la vida. Decía eso a cada rato, como queriendo olvidar todo lo negro de su pasado negro. Tengo un hijo de trece años -agregó avergonzada cuando doblábamos por Piedras-. El padre negó todos los permisos y no me lo deja ver. Necesito de un trabajo en blanco para poder volver a mi hijo. Después de eso, Eli quedó tan muerta como los adoquines de la ciudad vieja.
Mientras nos alejábamos del mercado, después de habernos detenido en la fuente que bifurca los caminos y haber oído el toque de campana del reloj de cuatro esferas, pensé en las desconcertantes vicisitudes de los hados, en las falsas opciones, en las presunciones, en los aciertos y desaciertos, en los orígenes y en la progenie, en las páginas leídas de Galeano y en su Simona Carballo, en los hijos perdidos, en los encontrados y en los reencontrados. Pensé en las distancias y en los destinos, en las fronteras y en los límites y en las estaciones.
Nos despedimos, con todos los augurios necesarios para un nuevo encuentro. Entre horarios complicados y citas imprecisas, volver a vernos en el corazón de Montevideo, no tenía sentido. Supuse que, en su profético porvenir y su sorpresa, en su desconcierto y su falta de precisión, los finales terminan siendo siempre más importantes que los comienzos.
Si viajar en busca de un final termina siendo el encuentro de un principio (el principio de un encuentro), si el azar nos sorprende impávidos y desprevenidos mirándonos en el espejo de las certezas y de las falsas evidencias, entonces somos el Otro, con su permiso de residencia, su camaradería y su magnánimo gesto. Somos el Otro, mirando de lejos nuestra propia partida, levantándonos la mano mientras nos alejamos en el transbordador. El Otro, con sus derrumbes, su ciudad vacía, su vientre deshabitado.
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