Sábado, 13 de octubre de 2012 | Hoy
Por Miriam Cairo
Imagínense ustedes, ser atrapados en plena calle por un ensueño. Estirar la mano para detener el colectivo y desaparecer del mapa antes o después de pagar el boleto. Imagínense llevarse un cigarrillo a los labios mientras espera que la secretaria del abogado de su divorcio le abra la puerta, y evaporarse en el mismo instante en el que entra. Imagínese de pronto ser el mismo siendo otro. Ser producto de un ensueño y parecer viviente. Dar la mano viviente al abogado viviente y firmar cualquier cosa con tal de dejar de ser cuanto antes esa mano viviente para sentirse un todo sensible. Imagínense. No es poco.
Por momentos sospecho que la lluvia es el mejor momento para el accionar arremetedor de los ensueños, porque una o uno se distrae al limitar el campo de acción a los propios pasos, donde las cosas se centran en divisar baldosas flojas, sostener el paraguas con todo el poder de una mano para contrarrestar los efectos arrasadores del viento mientras con otro brazo se abrazan los libros de Silvina, de Olga, de Alejandra o cualquier otro destello sobrehumano.
En una de esas mañanas diluviantes, yo misma fui capturada por el ensueño. Sospecho que no se trató de un secuestro al azar, de un secuestro exprés, para hablar como corresponde desde la página de un diario, porque no hay modo de elegir correctamente entre la gente atrincherada bajo un paraguas, a la cual sólo se le ven la cintura rígida y las piernas titubeantes. Si analizo con objetividad los hechos, como corresponde en cualquier página del diario, aunque sea la última, mi captor me había hecho un seguimiento, para no confundirme con otra transeúnte agazapada bajo el paraguas.
Mi captor sabía bien que los lunes hago cosas de lunes, que los martes hago cosas de martes, que los miércoles coloco las piernas en todo el territorio del miércoles, que los jueves soy absolutamente incapaz de hacer a simple vista cosas de viernes, que los viernes me coloco en el territorio de los viernes, que los sábados, de la mañana a la noche, existo en un día sábado y que los domingos discurro por el perímetro de los domingos sea desnuda, sea descalza. Mi captor sabía bien que, aunque pierda la memoria de los días, dejo señuelos a lo largo de la casa o del olvido para transitar eficazmente el inviolable dictamen de las horas. Estoy segura también, de que conocía mis recursos para no dejar rastros cuando decido transgredir las fronteras del tiempo, del alma, del cuerpo o del espacio.
Por todas estas razones, mi competencia metódica me ha permitido ver que el ensueño me venía persiguiendo. Más aún si presto atención al detalle de que esa mañana llevaba un paraguas tan grande que debajo de él podía extraviarme en mi propio universo.
Para que sepan, para que entren en pánico o en espera, les confieso que ser atrapada por un ensueño es de una dicha terrorífica, de un terror dichoso, porque una se reconoce en su fase más alejandrina, a la vez que se va desmaterializando su fase más escéptica.
Naturalmente, los ensueños no necesitan más que un lapso incalculable para descomponer el espacio en tiempo, el tiempo en aire. Eso es fácil de comprender. Pero no sé cómo ni por qué nos eligen. O si es una la que se hace elegir por ellos. O si el cósmico cubilete de las constelaciones suelta al azar los dados que nos explican.
Sin embargo sé muy bien, por ejemplo, que los pájaros se les acercan, a los ensueños, con una lentitud vertiginosa y que una voz propia les arde en cada hueso. Una voz por vez. Una voz interna que les viene de los huesos de sus huesos. Pero estos hechos reales comparados con los hechos irreales de mi captura, no me impiden recordar que sobre el umbral del infinito rodaba yo a la par de las cosas imposibles.
También sé que una vez tomada por el ensueño, un viento furibundo me fue empujando hacia los mismos lugares, y con la misma gente, toda vez que era lunes, o martes, o viernes, y que a la hora de tomar la K pude volver a estirar la mano viviente sin sentirme como una ciudadana a merced de un estado punitivo que la obligaba a viajar a lo largo de la calle Mendoza cuando en verdad quiere viajar por un sendero celeste.
Pero empecemos como siempre por el principio de la sombra. Cuando una regresa a su casa, por una razón u otra, su noche o su crepúsculo vuelve también. Ese es el momento favorito del ensueño para viajar por los techos de las casas sobre corceles wagnerianos hasta encontrarnos. Y si seguimos la causalidad de las palabras, estaremos en condiciones de entender que cuando el ensueño dice "arre, arre" nos compromete a cabalgar los precipicios. Un cartesiano podría decir que el ensueño es la glándula pineal de la esperanza; un marxista que el soñador es el opresor de lo soñado. Pero la ideología de los ensueños es más horizontal, enraizada en profundas bases anarquistas.
Y no crean que mi rapto se debió a que vivo en una pequeña localidad, no se dejen llevar de las narices por esos comentarios acerca de que los que vivimos en provincia, bla, bla, bla, puesto que sé de amigos que fueron atrapados por el ensueño en plena Capital Federal. Es más, luego de debatir con un grupo de eruditos porteños, hemos llegado a la conclusión de que ni siquiera se puede circunscribir el fenómeno a un contexto latinoamericano, como un procedimiento de realismo mágico llevado hasta sus últimas consecuencias, dado que contamos con datos fehacientes los cuales confirman que en la mismísima Europa hay gente que hace como que existe, pero en verdad, flota.
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