Jueves, 1 de junio de 2006 | Hoy
Por Miguel Roig *
Ya se que a medida que vayas leyendo el artículo pensarás en Paul Auster. Pero para que las tramas que voy a contar no parezcan tributarias de su visión del mundo, vayamos a Proust, por ejemplo. Proust contaba que la llegada de Gilberte a los Campos Elíseos en medio de la nieve, estaba inspirada en una persona que había sido el gran amor de su vida sin que ella lo supiera jamás y a quien solía cruzarse en París con el simple ruego previo de encontrarla al azar. Cada vez que el conjuro se cumplía, el corazón le daba un vuelco.
Ricardo Piglia cuenta en Formas Breves que al ir a vivir a Buenos Aires, alquiló una pieza en el Hotel Almagro, en Rivadavia y Castro Barros. En ese tiempo, dice Piglia, trabajaba en la facultad de La Plata, por lo cual viajaba a esa ciudad todas las semanas y se quedaba a dormir en una pensión. Una tarde, en la pensión, escondidas en un hueco del armario, encontró unas cartas escritas por una mujer. La letra era casi ilegible y no se entendía bien el sentido de esas cartas. Pero sí el nombre de la autora, Angelita, y en una de ellas aparecía un número de teléfono. Piglia llamó; pertenecía a un hospital y nadie conocía a la tal Angelita. Tiempo después, olvidado el asunto, una tarde, en el hotel de Buenos Aires, a Piglia se le ocurrió inspeccionar el armario de su cuarto. En un hueco había dos cartas: eran la respuesta de un hombre a las cartas de la mujer de La Plata.
Explicaciones no tengo, dice Piglia.
Mi amigo E se separó el año pasado de su mujer. Cuando estuve con él en enero, en mi visita a Rosario, me contó que una tarde comenzó a escribirse con una mujer a través de un chat. Ella, escudada en el velo del anonimato, sólo dejaba traslucir que era psicóloga. Una mañana en la que dialogaban a través del chat, la mujer escribe: "En este momento veo pasar un barco rojo". E, sentado frente a su computadora, alzó los ojos y vio, a través de la ventana, un gran barco rojo desplazándose río arriba. La mujer, la psicóloga, era y es vecina de E. Vive a la vuelta de su casa. Y la cita que los reunió por primera vez resultó ser la primera vez que se veían en la vida. Al menos hasta enero, cuando E me contó la historia, eran pareja.
Otra amiga, aquí en Madrid, Carmen Pacheco, cuando era mucho más joven de lo que aún es, vio un comercial en la televisión y decidió que se dedicaría a eso, a crear pequeñas películas divertidas que anunciaran yogures, tarjetas de crédito o coches. Años después, trabajando como diseñadora de páginas web, durante una reunión, vio a un creativo publicitario y al escucharlo, se reafirmó en su antigua vocación. Pasó el tiempo y finalmente, un director creativo que la valoró por su carpeta de trabajos, acabó contratándola en la agencia en la que ella ansiaba trabajar. El autor del anuncio que le llamó la atención cuando Carmen era adolescente, el creativo que inconscientemente la estimuló en aquella reunión y el profesional que la contrató en la agencia son la misma persona.
Otra vez E. En los ochenta, al poco tiempo de mudarme a Buenos Aires, E me vino a visitar. Quedamos una noche en el bar La Paz y E se presentó con su amiga M, en cuya casa paraba durante esos días de vacaciones. Nos fuimos a cenar los tres y E sufrió un colapso emocional cuando le devolví el original de un libro de poesía suyo que habíamos dado por perdido. Del restaurante nos fuimos al Zedón, en el bajo, que era un sitio con una atmósfera atractiva: un viejo almacén reconvertido en bar y con un piano que, al verlo E, tiró su gabardina y se puso a tocar. Yo y M nos quedamos hablando y bebiendo en la barra. Recuerdo, y no lo olvidaré nunca, que E tocó Misty de Erroll Garner y hasta el señor mayor, un abuelo, que estaba detrás de la barra dejó de hacer ruido con los vasos. Esa noche yo inicié una relación sentimental con M que duró más que la visita de E a Buenos Aires.
Muchos años después yo ya vivía en Madrid. De regreso de un viaje, el fotógrafo Alejandro Lamas se acercó a la agencia y me trajo varios ejemplares del periódico. (Aunque no te lo creas, hubo un tiempo en que no existía Internet.) Me puse a mirar los diarios en mi escritorio y encontré una nota de E, en una contratapa como esta, en la que contaba los sucesos de aquella noche lejana. No acababa de salir de mi asombro cuando sonó el teléfono. Era M. Después de tanto tiempo, años ya digo, llamaba para lo que llama uno en esas circunstancias: saber como está el otro. No recuerdo quien le había dado el teléfono. Y, por lo visto, M no sabía que era protagonista de una historia en el diario. Yo no se lo dije.
Y para terminar, algo que me pasó hace unos días, en Madrid. Invitados a la boda de un amigo en común, mientras esperábamos a los novios le cuento a mi amigo Antonio Ortega que llevo años detrás de un libro. Como poco, cuatro o cinco. El libro en cuestión es un tomo que contiene toda la poesía escrita en inglés por Joseph Brodsky. Lo vi por primera vez en la librería La Central de Barcelona. Desde ese día, cada vez que volvía a Barcelona, iba a la librería y cuando me topaba con el libro en la sección de poesía, leía un poema, lo disfrutaba entre mis manos, más como un objeto que como un libro, demorándome en la portada desde la que me miraba Brodsky, fumando, sentado en un banco de madera en una fundamenta veneciana. Pero nunca lo compré y no sé responder por qué. Semanas atrás fui a trabajar a Barcelona y una tarde me dirigí a La Central con el único cometido de comprar el libro que, como imaginarás, ya está ajado y lleno de huellas de tantos lectores furtivos como yo que lo han manipulado en estos años. Y ocurrió lo lógico: lo habían vendido. Antonio me miró en silencio y con una sonrisa lo rompió: lo compré yo, me dijo. ¿Cómo?, no puede ser; ¿cuándo?, le pregunté. Unos días antes de que fueras a Barcelona, me dijo Antonio, estuve yo y visité la librería, ví el libro de Brodsky y lo compré.
Hay más, muchas más historias, pero seguir sería para contar más casualidades, cruces, coincidencias sin explicación alguna como asegura Piglia. Haciendo un uso estricto del sentido común, puede decirse que sólo se trata de la realidad de siempre, la única que hay, pero dispuesta y presentada de tal modo que engaña al que la mira con intención de ver lo que se oculta detrás. Pero resulta que detrás está nuestra necesidad de narrar y convertir en peripecia singular la rutina de los días; incluso puede que también sea una manera de señalar los hechos que no nos deben pasar desapercibidos. Darle a Brodsky, por ejemplo, la potestad de elegir a su lector. O que un barco rojo le sirva a E para señalarle que su buena ventura, como la de todos, está más cerca de lo que aparenta.
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