Jueves, 8 de junio de 2006 | Hoy
Por Daniela Piccione, Roberto Lobos, Fabricio Simeoni y Federico Tinivella
Alguien que limpia vidrios no es sólo alguien que limpia vidrios, es quien puede ver del otro lado sin trepar medianeras ni tejidos, incrustar la cabeza en el tiempo pretérito de lo que está adentro. Es quien puede escribir con el índice "Lucrecia te amo" y guardar rincones de ella en la otra mano sin firmar su obra cuando el invierno empaña la dermis y borrarlo después con toda la palma izquierda sostenida apenas por el hálito de la sensación térmica. Es quien puede pararse frente al televisor cuando Central tiene un corner a favor y que otro pregunte gritando si es hijo de vidriero. Es quien mantiene con premura la mirada fija en las dos adolescentes del octavo B que se quitan el uniforme apresuradamente para fingir otra tarde atlética bajo las vueltas crónicas del cordón en la plaza. Es quien se cuelga del miembro del mundo desde la herrumbre de una roldana insegura de si misma.
Alguien come de los restos de hinojo que quedaron en la jaula del conejo, el desasosiego troglodita, como salir del foco, desenfocarse. Sobre la cajita de música aún baila descalza con la planta del pie imantada al círculo magnético de la fertilidad. Propone el origen de una raíz. El pararrayos de la iglesia crece después de cada tormenta, como salir del efecto, efectuarse.
Alguien que limpia vidrios es una obra en construcción de los paisajes, puede verse a sí mismo cuando el sol de las doce pega de lleno en la complicidad refractada de los balcones y hacerlos más nítidos después de la lluvia de sus dedos empuñando un líquido. Es el cráter de las estructuras de cemento inhóspitas, el descanso del ladrillo visto, el interludio de la luz. Es un paria del humus, un trapecista aferrado a la gamuza amarillenta corroída por los domadores casuales. Es un vaivén apologético, la continuidad del andamio, es quien termina con la neblina de otros.
Alguien que limpia vidrios impone la proximidad, remarca las aristas de las cosas, hace que los puntos sucesivos sean más compactos, puede espiar ebulliciones, estados de tibieza, desayunos a solas, hacer que se enhebre en otros la mirada más arisca y confundirse. Es un ave atada, un equilibrista en mameluco, un detalle arquitectónico; se mimetiza e irrumpe, es un detalle superfluo, enagua de cortinas, atajo de luz sobre el escritorio poblado de papeles vacíos.
Alguien que limpia los vidrios hace que Lucrecia sea una inmediata incógnita, que las cucharas se detengan perpendiculares a los rostros y los despierte, que se pregunten si el texto sigue, si los pies que se mueven en el vacío cuando bajen al cemento van a caminar hasta ella; todos los ayunantes con un puñado de lunares oscuros y blandos empiezan a desparramarlos tentativamente sobre ese cuerpo desconocido.
Alguien pide en el desierto el reflejo de un secreto, una mano agitada sobre la voz de un texto, dijo, aferrado a una ventanamuda. Cuando se apagaban los restos de la tarde, en el espejo retrovisor de un fiat chocado, miró como la chica picaba hielo sentada en la vereda. El reflejo de una bolsa de nylon, de una bolsa de Jaimito, lo arrastraron a un tiempo de volados cristales, cuando alcanzaban unas monedas para comprar una curita.
Alguien que limpia los vidrios no es la máscara que enarbola un trapo sino la figura blanca que desespera por otra que la ensucie; que la desgarre desde la piel hasta las ropas y que luego le pida disculpas detrás de un susurro apenas audible. La transparencia de una mirada es como los encajes de una lencería sobre el cuerpo: a veces se necesitan los dedos para pellizcarla y acariciarla con suavidad y otras veces alcanza con la brusquedad de un tirón. Nadie se reconoce en los vidrios. Nadie reclamará disculpas en esos reflejos tibios de agua concentrada: no todos los cristales sin pulir terminan transformándose en espejos.
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