Viernes, 25 de octubre de 2013 | Hoy
Por Javier Núñez
Quizá porque me notó distraído, anoche mi amiga C. me volvió a preguntar si estaba bien aunque llevábamos más de tres horas poniéndonos al día. Le dije que me estaba costando encontrar historias para el diario; no sabía muy bien por qué pero en algún momento había dejado la ficción para otros espacios y andaba, en cambio, a la caza de historias mínimas atravesadas por las casualidades y misterios de la vida. Pero llevaba un par de meses sin capturar ni siquiera una anécdota memorable que justificara el intento de escribir. Entonces mostró una sonrisa misteriosa, atrapada en el paréntesis de sus hoyuelos, y dijo que me contaba una si le prometía bajar de las nubes y quedarme un rato más con ella.
Mi amiga C. volvió al país hace poco más de cuatro meses. Luego de obtener la Licenciatura en Relaciones Internacionales, pasó los últimos diez años entre Europa y Argentina. Un tiempo en Sevilla, donde hizo un máster en Estudios Europeos, otra temporada en Francia, dos años en Londres, un año sabático en Argentina y los últimos tres en Berlín, donde aprovechó para cursar estudios de Japonología en la Freie Universität, que es lo que de verdad la apasionaba desde hacía años. Antes de todo eso tuvimos un romance tan fugaz como tormentoso; luego quedamos buenos amigos. Aunque a veces en esas temporadas en que volvía había momentos en que bebíamos de más o estábamos tristes y acabábamos en la cama, nunca se nos ocurrió a ninguno de los dos que pudiéramos ser otra cosa que amigos. Pero al fin y al cabo eso no tiene nada que ver con lo que me dispongo a narrar, que es la historia que C. me contó ayer por la noche y tiene que ver con aeropuertos, azares y corazones blancos.
Después de su año sabático, finalmente le había llegado otra vez el momento de partir. Ya había despachado el equipaje y hecho el checkin cuando una nube de cenizas de volcán cubrió el cielo sobre el aeropuerto y todas las partidas fueron postergadas hasta el día siguiente. Fue a mediados de 2011, en aquellas semanas posteriores a la erupción del Puyehue, cuando la mayoría de los vuelos ya se habían regularizado pero todavía podías quedar varado en el momento menos esperado. Podría haberse ido a un hotel, pero le pareció un gasto excesivo.
La noche en un aeropuerto, durmiendo mal y poco en sillones y con un ojo abierto para cuidar las pertenencias, nunca puede ser breve. C. lo sabía y recorrió los pasillos hasta encontrar un lugar donde vendían libros y revistas. Le llamó la atención un ejemplar de Corazón tan blanco, de Javier Marías, y entonces recordó que yo alguna vez se lo había recomendado. Leía la contraportada cuando una voz a su espalda dijo que esa sería una buena elección, que era un libro precioso. Era un muchacho más o menos de su edad y, según mi amiga, tenía un brillo especial en la mirada, como un punto asimétrico de luz, que la forzó a sonreír.
Se llamaba Facundo. Pasaron toda la noche hablando, escuchando música, durmiendo de a ratos en el hombro del otro, cuidándose los bolsos mutuamente. Supo que esperaba un avión que lo llevase de regreso a Mendoza, después de visitar a un amigo que estudiaba en Buenos Aires; que nunca había encontrado a la mujer con la cual emprender un proyecto serio pero que planeaba tener muchos hijos, por lo menos cinco; que había estudiado dos o tres cosas sin convicción hasta que descubrió que quería ser rescatista de montaña para sentir que había salvado la vida de alguien. "Eso solo", le dijo, "tal vez justifique mi vida entera". Ella habló de su historia, sus frustraciones, sus planes. En algún momento también le reveló su peor miedo: a pesar de que llevaba casi una década saltando de una ciudad a otra, le atemorizaban los lugares nuevos y los comienzos. O tal vez, dijo esa noche, a lo que en realidad le temía era a que ninguna ciudad fuera la definitiva, a seguir toda la vida en tránsito perpetuo. El sacó un iPod del bolsillo y le hizo escuchar una canción de un tal Coque Malla del que ella nunca había oído hablar, y que se llama "Berlín": "Hoy voy a empezar a construir / la casa donde estaré / para toda la vida. / Voy a recorrer esta ciudad, / voy a llegar hasta el mar / el mar me cura la herida."
Berlín puede ser el primer día del resto de tu vida, le dijo él, quién sabe.
Mi amiga C. es reticente a decir que se enamoraron o algo por el estilo, pero no puede evitar decir que se cayeron muy bien y que algo podría haber pasado entre los dos si a la mañana no hubieran emprendido, cada uno, vuelos hacia destinos tan distantes. Se besaron, intercambiaron mails, se despidieron y cuando subió al avión se dio cuenta de que el libro de Javier Marías había quedado en los sillones del aeropuerto. No volvieron a verse. El nunca escribió ni contestó sus mails. Ella esperó noticias durante las primeras semanas; después le escribió pero fue en vano. Al cabo de cuatro o cinco meses, se resignó a olvidarlo.
Seis meses atrás se decidió a volver y poco después llegaba a Ezeiza. Hacía mucho que no pensaba en él, pero lo recordó apenas pisó el aeropuerto y lo pensó durante todo el viaje hasta Rosario. Aunque nunca le había contestado, y a pesar de que no eran muchos los datos que tenía, lo rastreó hasta dar con un teléfono fijo. Cuando llamó atendió una voz de mujer y estuvo a punto de cortar. Sin embargo, preguntó.
La mujer era la hermana. Facundo, le dijo, había muerto en un accidente automovilístico apenas una semana después de que ella se fuera a Berlín. Mi amiga C. se quedó muda, no supo qué decir, cómo seguir. No podía creerlo, simplemente era incapaz de entenderlo: aunque siempre cabe la posibilidad, no se había preparado para eso. La hermana siguió hablando. Le preguntó dónde se habían conocido, y cuando C. se vio obligada a mover otra vez los labios, a coordinar ideas para expresarse, fue como si empezara a reponerse de un desperfecto que la hubiera desconectado.
Hablaron más de dos horas. Mi amiga C. no supo decirme de qué, por qué hablaron tanto. Pero sabe que cuando llamó eran las nueve y media y que cuando colgó era mediodía. En algún momento, me dijo, la hermana de Facundo contó que después del accidente habían donado los órganos. Dijo que a pesar del dolor de la pérdida era satisfactorio saber que su hígado le había servido a una mujer de San Luis, que su riñón había ayudado a un chico de Tandil, que su corazón había salvado la vida de un hombre en Córdoba. Mi amiga C. le contó lo que Facundo había dicho sobre salvar vidas, y las dos lloraron. Un rato después se despidieron. Antes de colgar la hermana le dijo en qué cementerio lo habían enterrado, por si algún día quería pasar. Mi amiga C. no pensaba hacerlo, pero se lo agradeció.
Poco después consiguió trabajo. El sueldo no es gran cosa pero le demanda viajar a distintos lugares del país, y a ella le gusta viajar. La semana pasada, cuando una demora imprevista la retuvo en el aeropuerto de Córdoba, se metió en una librería: al final nunca había leído el libro de Marías. Le pareció que ese era un buen lugar para comprarlo otra vez. Cuando la chica se lo dio, una voz a sus espaldas dijo que era una buena elección, que se trataba de un libro precioso. Se dio vuelta con el corazón en la mano. Era un hombre al que nunca había visto en su vida, pero el punto asimétrico de luz en la mirada era inconfundible. "En esa fracción de segundo en que nuestros ojos se cruzaron", me dijo al contar esta historia, "supe que se trataba del hombre que había recibido el corazón de Facundo."
No hay forma de que lo supiera: mi amiga C. es consciente de eso. Podía ser una simple casualidad. La vida está llena de mínimas casualidades a las que, en ocasiones, la gente le asigna significados. Pero le gusta pensar que no. Le gusta pensar que detrás de esta historia hay mucho más que sólo una mínima casualidad y una probabilidad remota.
Yo no le creo del todo. Cuando se fue, me quedé pensando en la historia y en la posibilidad concreta de que me hubiera contado precisamente algo como lo que yo quería escuchar. Que lo hubiera leído en algún lado, hubiera mejorado una anécdota o improvisado sobre la marcha. Pero cuando llegué a mi casa busqué la canción de Coque Malla en youtube. Hay un disco nuevo en el que la canta a dúo con Leonor Watling y es una bella versión. Empecé a escribir con los primeros acordes, sin que las dudas importaran.
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