Martes, 5 de noviembre de 2013 | Hoy
Por Gabi Gervasoni
Nada fue igual desde el día aquel. La imagen que había visto por menos de cinco segundos era definitiva, infinita, perenne. Repitiéndose como en flashes de un canal de noticias lo sometía a la condición de silencioso espectador del derrumbe de su casa.
Sentado frente al monitor de su computadora mira sin ver. Piensa. Si tuviera dos o tres años más podría buscar soluciones. Cagar a trompadas a sus padres, comprar unas botellas de algo fuerte para emborracharse. Podría agarrar a las piñas al tipo ese, inclusive. Si el scanner de Ignacio pudiera recorrerlo por dentro y por fuera levantaría la imagen en blanco y negro de un payasito triste, con algunos centímetros de intestino de más (esto ya había salido en unos estudios, pero al payaso triste nadie lo había visto todavía). Piensa que antes de ese día las cosas no estaban bien, pero tampoco tan mal. Por lo menos le interesaban algunas cosas (su cumpleaños, el libro de Cortázar, la play y Sofía).
Hola Nacho -la voz de su madre lo incorpora a la escena: su casa, la habitación ambientada como si fuera una nave espacial (y que lo hace sentir bastante tonto) el calor del mediodía adormeciendo a la gata sobre la cama) ¿Nacho? ¿Estás, mi amor?
El contesta con un flemático acá estoy y su madre recorre el pasillo que va desde el living a los dormitorios. Entra. Lo besa en la cabeza mientras Ignacio, todavía frente al monitor, mira el reflejo de su madre. Se queda detrás de él acariciándole el pelo con las uñas pintadas de rojo. El no ve el color de las uñas porque el reflejo del monitor es en blanco y negro (como los sueños, como el payaso triste). El rojo lo recuerda de aquel día, brillando sobre la camisa blanca del tipo. Los dedos tensos, las uñas como garras subían y bajaban por la cintura, la espalda ancha, y se detenían en el pelo desprolijo y canoso del hombre.
Qué horrible esas uñas, ma, parecés una loca.
¿Cómo? -la madre de Ignacio cree que escuchó mal, su hijo jamás le diría loca. Son pocos los segundos que se toma para pensar, las ideas son desordenadas y vienen por inercia. ¿Usó loca por puta?, ¿quiso decir trastornada? Decide que no, Ignacio es un buen hijo, le chocó ver que ahora ella se arregla un poco más, es chico y bla bla bla.
Nada má, que estoy subiendo unas fotos al blog de la escuela.
Bueno, en media hora comemos.
La madre va a la cocina, desde donde llegan ruidos que siempre le molestaron pero en ese momento le parecen hermosos. Se escucha claramente que ella abre la alacena (la de arriba del lavarropas, que está medio floja y hacer ruido), saca un frasco de vidrio (probablemente con fideos), prende la cocina; de la bacha saca la olla que usaron la noche anterior y la llena con agua. Después abre la heladera (o el freezer). Ignacio tiene la tentación de gritarle (como antes) má, con crema, no con salsa. Pero no, mejor no, no quiere hablarle.
Cierra los ojos, se pone los auriculares y la música apaga todos los sonidos de la casa y la voz que lo aturde desde hace días. Las pastillas del Abuelo le recuerdan su cumpleaños número dieciséis y decide que no. No va a hacer fiesta ni quiere el regalo que le ofreció Agustín. Unos días antes su pensamiento estaba ocupado sólo en eso, en la fiesta, en amiga de Agustín, en alquilar las luces y el sonido. Ya no. Salvo en ese momento, después de las ganas de comer fideos con crema y escuchar esa canción. Su madre lo tocó y él pudo leerle los labios A-CO-MM-ER. Sonreía.
Su papá estaba en Buenos Aires y volvía dentro de dos días. Era mucho tiempo. Qué imbécil, dejarla tanto tiempo sola. Pero pensó que a lo mejor también tenía a alguien en Buenos Aires y que al final el único afectado por lo que había visto fuera él. La casa se derrumbaba sólo encima de su cabeza.
En la mesa, Ignacio no deja de mirarle las manos. Tanto que mover cuándo no va mas, grita su auricular izquierdo. Su mamá le pide que se saque el auricular y él obedece. Sabe la letra de memoria y no necesita poner el MP3 para escuchar recuerdos lejanos, secretos que cuando me acerco desaparecen. Tantos tiene, tantos.
Lleva uno a uno los fideos que su madre puso en el plato. Están buenos. Con una servilleta de papel ella le limpia el borde inferior del labio, sonríe. Ignacio la mira a los ojos para no encontrarse con las unas rojas. También sonríe. Recuerda su cumpleaños número dieciséis y decide que sí, que lo va a festejar, pero sin el regalo de Agustín. Hay tanto que mover cuándo no va más.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.