Jueves, 10 de abril de 2014 | Hoy
Por Jorge Isaías
Primero vi volar una bandada de garzas muy blancas hacia las lagunas lejanas. Pensé que hacía rato no las veía sino sólo en mi memoria. Lo notable es como inician el vuelo. Lo hacen pesadamente, o al menos es esa la impresión que dan y luego van ganando altura, aunque nunca toman demasiada, ni lo hacen en grupos tan grandes. Raramente vuelan solas, a menos que se hayan perdido de la bandada, cosa que remedian rápidamente.
Esa mañana mi amigo Mario cumplió con la promesa de llevarme a ver los nuevos bañados.
En rigor, la instalación de las antiguas cañadas y la aparición de otras, gracias a las grandes lluvias que cayeron sobre la zona luego de años poco llovedores y aun de sequías. Motivo por el cual los canales que drenan el agua de los campos estaban un poco descuidados, ganados por la maleza y entonces se producen las inundaciones de los campos más bajo primero y luego de otros que nunca se habían inundado sino excepcionalmente como ahora.
Los caminos rurales están todos anegados, motivo por el cual debimos dejar la chata bastante lejos del primer espejo de agua y mirar como pudimos la maravilla de las especies que volaban hacia allí o partían hacia lugares más lejanos cuando nos vieron con esa certera vista que tiene todo animalito volador.
Había un verdadero hervidero de ellos que buscarían alimentos en los pequeños peces, caracoles y otro bicherío que es la colonia numerosa que habita estos cañadones y en épocas de inundación, se reproducen extraordinariamente y del mismo modo también las aves acuáticas que se hacen un festín con ellos.
Esta vez me llevé una agradable sorpresa con la inmensa cantidad de garzas que hacia añares no veía. No sé si debo decir tal vez lo que estos animalitos blancos (ardea alba es su nombre científico) producen en mí desde los lejanísimos tiempos, en que con mi padre o con mis tíos trasegábamos las cañadas que estaban delimitadas y eran casi institución. Es decir como si aquellos tiempos también hubieran tenido un orden, respondían a un sistema que ni las inclemencias ni los temporales modificaban. Estaban las cañadas de Compañy, la más cercana y motivo de regocijo para la pesca o el baño según la época, la de la Portada, la de Wollenweider, y las que respondían al antigüo establecimiento Maldonado, y que tenían números que, deduzco, representaban la separación interna en parcelas y una producción diversificada en ganadería, agricultura, apicultura, granja y otros que olvido.
Entonces los bañados más famosos eran el Noventa y el Veintidós, donde ahora Martín Gallucer construyó un lugar sobre el antiguo puente de madera y bautizó Puerto Martín, que es una fascinante reserva de especies ictícolas y avícolas, es un orgullo para la zona. La tendencia actual, digámoslo con crudeza, es secar los campos para sembrar soja.
Que a alguien se le haya ocurrido esa especie de extravagancia en su propio campo no es un dato menor.
Y mi amigo Mario Compañy, que sabe de mi placer por estos lugares, que él desde luego comparte, me ha querido obsequiar con este paseo que para otro puede ser modesto pero a mí me sacude hasta la fibra más íntima, porque repone en mi imaginación aquellos días en que la perspectiva de salir de pesca y de caza me ponía muy ansioso y expectante.
Volver de aquellas incursiones cargados de bagres o moncholos o viejas del agua o mojarritas era todo un acontecimiento. Estas entradas a los bañados podían ser en carácter de acompañante de algún mayor o ir en alegre barra bullanguera, lo cual era mucho más interesante. Pedía las cañas prestadas a mi padre que estaban atadas en un tirante de la vieja galería, buscaba un frasco de vidrio con tapa que seguramente me proveería mi madre, tomaba la pala de punta y sacaba una paladas de tierra donde aparecían multitud de lombrices y alguna isoca blanca y gorda que obsequiaba dispendiosamente a la pareja de teros que al olor de la tierra dada vuelta. O al de las lombrices, no sé, venía a robármelas. Aclaro que esos teros eran, por decirlo así, domésticos. En nuestra incursiones rurales de caza con mi padre, a veces, nos traíamos algún pichón, mi madre los criaba a pan con leche y carne picada y cuando le crecían las alas le cortaba las plumas de una y eso no le permitía volar. No salían nunca del perímetro entejidado, pero si notaban la puerta abierta se tomaban las de villadiego, como decía mi madre.
La razón por la cual mi padre les tenía cariño a estos animalitos era eminentemente práctica porque decía que eran muy vigilantes, y tenía razón, cuando algún extraño pasaba o entraba a la casa gritaban. En el acto ladraba el perro. Esa respuesta podía ser a la inversa. Al ladrido le podía suceder la gritería de los teros. Lo extraño es que con ninguno de nosotros lo hacía. Habrá que creer en cosas que los animales manejan y que a nosotros se nos escapan. De las tantas cosas de la naturaleza de las cuales no tenemos idea.
Y cuando mi madre picaba la carne para el tuco de los domingos, día de tallarines, ellos se venían al ruido del golpe del cuchillo sobre la tabla, aunque estuvieran en la otra punta de la quinta, con esas largas y finitas patas que tienen y se hacían presentes en la cocina a recibir un puñadito de excelente carne cruda.
Eran mansitos, pero como dije antes no desaprovechaban la oportunidad de la libertad si la tenían a mano.
De vez en cuando pasaba volando muy bajo una bandada de teros y se acercaban en brutal griterío, como invitándolos a huir. Ellos contestaban y corrían, pero una de sus alas no le respondía. Entonces se resignaban.
Se me ocurre pensar ahora que tal vez este sea el destino de casi todos nosotros (dicho borgeanamente) .
Para terminar: acabo de escuchar Garzas viajeras, el tema de Aníbal Sampayo, en la increíble voz de José Larralde. Para recomendar.
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