Viernes, 8 de agosto de 2014 | Hoy
Por Marcelo Britos
La memoria de la niñez es vaga. Y se fragmenta aún más a medida que vamos retrocediendo en el tiempo, con el esfuerzo del recuerdo. En mi caso, por ejemplo, de los tres a los cinco años sólo me quedan fotografías sin sentido, sin ningún contexto, como esas que encontramos sin álbum, perdidas en las cajas. Una reja blanca que supongo pertenece a la casa quinta que tenía mi abuelo en las afueras de Rosario. Un árbol de quinotos, un caballo de madera, una pileta de lona, de mi casa de calle Córdoba y Cafferata. Después de los seis años la memoria ya es más firme, y esa nitidez con la que suelen revelarse las cosas no sólo activa una sensación profunda de añoranza y nostalgia, sino que me obliga -supongo que de forma inconsciente- a racionalizar y reflexionar sobre cómo pensaba entonces, y los hechos y las costumbres moldeadas por ese pensamiento. Así dicho resulta una sobre exigencia inútil, pero a veces sirve, sirve para entender -explicarme, en todo caso- cómo la historia colectiva que hoy leo y aprendo, se encarnó en mí -es decir, en un individuo- en el presente de su devenir. Algo así como un dato empírico en el proceso abstracto de interpelar la historia. Recuerdo por ejemplo mi obsesión por la guerra. Los juegos consistían siempre en armar los campos de batalla como si fueran la fotografía de un momento determinado, y lo demás, es decir, el movimiento de la escena, seguía en la cabeza. Entrecerraba los ojos e imaginaba a los soldaditos y los vehículos moverse. Las escenas incluían a veces incendios, y cerca de las fiestas explosiones que podía simular con pirotecnia. Eran tomas aéreas de los combates que solía ver en las películas de Hollywood, y la mirada sobre la guerra -que persistió lamentablemente hasta mi primer adolescencia- estaba contaminada de esa espectacularidad y banalidad que proyecta el cine norteamericano sobre el tema. Los domingos en el Echesortu, "Tora, tora", "La batalla de Midway". La industria norteamericana se erigió siempre como la cuarta pata del complejo industrial militar denunciado por Eisenhower. Y el plano de esa mirada es siempre lejano. No se puede ver la guerra de cerca. Lo perfeccionó la CNN en "Tormenta del desierto", allí no sólo era una vista aérea, sino que sólo se veía la pantalla de la computadora, las líneas que encerraban el blanco y la explosión, en el color verdoso sepia de la cámara infrarroja. Nada de sangre, nada de víctimas. La guerra vista desde el puesto de mando. Es increíble que casi un siglo antes, Cándido López, el pintor de la Guerra de la Triple Alianza, haya decidido también representar esa mirada. Sus pinturas son aquellos juegos. Las formaciones de los ejércitos prolijamente dispuestas, la totalidad del campo, como si el cuadro estuviera siendo pintado en una colina, justamente la colina en dónde se encontraba el mando del ejército tripartito: el puesto de mando. Sus obras más famosas fueron terminadas mucho tiempo después del conflicto, pagadas por Mitre, cuando López, empobrecido, le pidió ayuda. Es indudable, como dice Bordieu, que los agentes que se relacionan y a su vez tensan los vínculos en lo que él denomina campo cultural, terminan por influenciar el proceso creador. Aquí López completó su obra con la ayuda de un mecenas que pretendía una determinada mirada sobre la guerra; de hecho, Mitre había sido durante mucho tiempo quien miraba desde ese puesto de mando. Pero ni siquiera haber presenciado una de las guerras más sangrientas de América de Sur, ni siquiera haber perdido un brazo en una de las batallas, pudo cambiar esa mirada, o al menos contaminarla con algo diferente.
Hubo artistas que sí aplicaron el zoom en la guerra. Acercar los ojos al campo, es de alguna manera mirar los detalles que constituyen las verdades de un campo de batalla. El sufrimiento. La deshumanización. La fragmentación, ya sea de los cuerpos como de las viejas visiones que lleva el hombre antes de luchar, el mundo aprehendido antes de su destrucción.
Egger Lienz nació en Austria, en el año 1868. Como a tantos jóvenes del principio del siglo XX, le tocó el dudoso privilegio de vivir la Primera Guerra Mundial. Hacía ella fue como pintor, para retratar el primer conflicto bélico que llevaría a sus campos la maquinaria mortal de la revolución industrial. Sus cuadros expresionistas, además de deformar el objeto con el propósito de mostrar la huella de la guerra en el hombre, marcan una mirada que está dentro del campo. Nada indica, ningún testimonio ni registro, que hubiera estado allí con su paleta, en medio de las trincheras, pero el punto de vista está situado en dónde los hombres eran masacrados. Hay, por lo tanto, una elección. Aún siendo el "pintor oficial" del ejército austro húngaro, Lienz prefiere advertir el horror a seguir la línea nacionalista que reclamaba de sus habitantes la inmolación heroica. En el palacio Belvedere, en Viena, pueden verse sus pinturas y esculturas más importantes. Expuestas a la interpretación malintencionada del nacional socialismo austríaco de entre guerras, parecieran no tener muchas lecturas. Belleza y claridad. Una de ellas retrata el avance de su propio ejército, primates encorvados recorriendo el campo. Otra, a la que tituló "Final", los cuerpos apilados, sin color ni insignias, junto a las trincheras. Recordé al verla los versos de la canción de un autor rosarino, en los tiempos en los que solía preocuparse más por temas trascendentales que por su propia trascendencia: "...una guerra no es un negocio ni una ilusión, una guerra es sangre".
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