Sábado, 9 de agosto de 2014 | Hoy
Por Javier Núñez
Es que hay tipos que son así, qué querés que te diga. Desfachatados, caraduras, atorrantes. Capaces de seducir a la gloria, tenerla tendida a los pies, con los ojos cerrados y la boca lista para recibir un beso. Y, cuando nadie lo espera, tocarle el culo y cagarse de risa.
Los resultadistas de siempre -que nunca faltan-, ahora van a decir que perdió una oportunidad única de entrar en la historia. Que dejó pasar una chance inmejorable de inmortalizar su nombre. Que tenía ahí, en la punta del botín, la posibilidad concreta de firmar una obra de arte, grabarla para siempre en las retinas de todos los que ayer tuvimos el privilegio o la desdicha de asistir a ese momento irrepetible. Que desperdició la chance histórica de enclavar en la memoria colectiva del pueblo una anécdota que se repetiría a lo largo de quién sabe cuántas generaciones. Los resultadistas de siempre, por supuesto, no se lo van a perdonar jamás.
Porque nunca habíamos llegado a una final. Eso es verdad. Qué vamos a llegar si siempre tuvimos una manga de matungos que no le ganaban a nadie. Y esta vez no fue la excepción, no te vayas a creer. Seguían siendo una manga de burros, los nuestros. Pero ordenaditos, eso sí, porque el Gordo Oviedo será lo que quieras pero sabe armar los equipos. Bien parados en el fondo, metedores en el medio y, a veces, hasta prolijos para distribuirla. El zurdo Zacarías, jugando de 10, no es que sea un talentoso pero tiene criterio; y el Pollo Morales quita y la entrega redonda. Pero el que marcaba la diferencia era el Oso. Un tipo distinto, de otra categoría, que parecía un nueve pesado, de esos que no salen del área ni para sacar del medio pero que la pisaba como los dioses. Si no llegó a primera fue porque le gustaba mucho la joda -todavía le gusta-, pero que tenía condiciones, quién te lo va a negar. Mirá si no lo que hizo ayer.
El partido se moría. Un partido chivísimo. Y claro, cómo no iba a serlo: un clásico en una final. Mirá vos lo que son las cosas, nuestra primera final en la historia y justo nos venimos a cruzar con ellos. Cuando el flaco Manrique metió el gol de penal, en el primer tiempo, todo parecía una fiesta. Pero después llegó ese córner de mierda y el empate. Y así, con pocas jugadas de peligro, con mucha pierna fuerte y muchos nervios, parecía que el partido se moría en el empate nomás. Hasta ese primer minuto del tiempo adicionado. Todavía puedo ver la jugada en detalle, te juro. El cinco de ellos, apretado, la jugó atrás para el lateral izquierdo, pero mal. Y el Oso vio que iba a llegar esforzado, que la iba a dominar con esfuerzo. Se le fue al humo y se tiró a los pies. Tiene esas cosas: cuando parece que no va a llegar, que el defensor es más rápido y más ágil, hace lo que nadie espera. Y se la quitó limpita. Los agarró a todos mal parados y encaró.
Fue como si un hachazo invisible hubiera partido el aire del estadio: de un lado, los de ellos, se quedaron mudos, aguantando la respiración, rezándole a Dios y a todos los santos; del otro, un murmullo creciente acompañaba el tranco del Oso y lo empujaba. De golpe el tipo parecía más ágil y liviano y levantaba velocidad en la diagonal hacia el área.
Cuando le salió el seis de ellos, medio alborotado, el gordo pasó la derecha por encima de la pelota como si fuera a encarar para afuera. El defensor entró como un gil y ahí fue: el Oso enganchó hacia el medio con la cara externa del botín izquierdo y lo hizo seguir de largo. El dos, que se había cerrado, metió dos zancadas largas y se le tiró a los pies, convencido. Pero el Oso ya la había visto venir, y con la puntita del pie derecho la levantó lo justo para que el esfuerzo fuera inútil. Los nuestros celebraron el desaire con un grito que tenía algo de anticipatorio, de júbilo por venir. Desde la tribuna, creéme, se le veía el susto en la cara al arquerito. Encima cuando el Oso lo encaró con pelota dominada, demoró en salir a atorarlo para tratar de achicarle el ángulo de tiro. Le había quedado el palo izquierdo expuesto, como para darle un poquito de comba con la cara interna y mandarla a guardar. El Oso también vio el hueco y se perfiló para la derecha, como aceptando la invitación. Pero entonces hizo la primera cosa que nadie esperaba: cuando el arquero se movió para cubrir ese palo, arrastró la pelota bajo la suela hacia el lado contrario, y lo dejó sentado de culo en la puerta del área, humillado, vencido por la imprevisibilidad de esos pies.
Al Oso le encantan dos cosas: pisarla, y hacer lo inesperado. No siempre tiene que ver estrictamente con la pelota, es verdad. A veces le tiende la mano a un rival caído y, cuando el tipo estira el brazo para recibir la ayuda, el Oso se acomoda el pelo y lo deja pagando. O arranca pasto y se lo ofrece a los defensores que le hicieron una falta fuerte. O simula bailar un tango con los defensores que lo manotean en las pelotas paradas. En ese mismo partido -un clásico, una final- ya la había pisado varias veces. En el primer tiempo, había juntado a dos rivales para meterse en el área después de un caño precioso, moviendo la pelota con la suela por entre las piernas del marcador; había hecho una calesita junto al banderín del córner que terminó con un pase de taco para un compañero y también había tirado un sombrero para después llevar la pelota con la cabeza durante casi cinco metros, hasta que el rival desairado lo bajó de atrás y se ganó la amarilla. Tenerlo en cancha es, muchas veces, alegría garantizada, la certeza de que al menos una vez en el partido la gente se va a romper las manos aplaudiendo una jugada. Pero esa pisada contra el arquero, en la final, cuando el partido se moría, nos dejó boquiabiertos a propios y extraños.
Con el arquero desparramado en el piso, el seis que lo venía corriendo de atrás, se interpuso entre la pelota y el arco. El Oso no se apuró: amagó otra vez, y el defensor quedó sentado en el punto del penal mientras él se abría y la acomodaba, ahora sí, para desnivelar el marcador aunque el dos, a la carrera, tratara de pararse en la línea del arco. La cancha estaba a punto de venirse abajo, rendida a los pies de ese delantero grandote y con pinta de tosco que, sin embargo, la amasa bajo la suela como un jugador de fútbol de salón. Una sensación orgásmica se había apoderado de todos nosotros, que nos preparábamos para estallar en un grito de gol interminable.
Y ahí, volvió a hacer lo que nadie esperaba: la tiró afuera.
Algunos dicen que se vendió, que lo habían arreglado, o que había apostado a un resultado que su gol iba a modificar. Otros, menos paranoicos, dicen que la quiso cancherear, o que le pegó fuerte para asegurarla y que no la sacara el defensor que había llegado a la línea. O que le picó mal. O que tuvo mala suerte. Nadie sabrá, jamás, por qué le pegó tan mal. La pelota salió un metro y medio por encima del travesaño. Todo el mundo se agarraba la cabeza. Los hinchas, los jugadores, el técnico.
Todos menos él: el gordo se reía. Abrió los brazos como diciendo qué le voy a hacer, y se reía.
Aunque a mí también me duela, porque quería gritar ese gol con el alma, porque quería que les quedara grabada para siempre la humillación imborrable de la pelota en la red y defensores desparramados por el suelo, por momentos creo que ese fue el mejor final. Porque el gol le hubiese quitado potrero. Hubiera hecho descender la jugada a la categoría de golazo, jugadón, pequeña obra artística del fútbol.
El puntazo arriba, en cambio, la transforma en otra cosa. La vuelve una utopía, un maravilloso despilfarro obsceno, un castillo de arena a la orilla del mar que sólo quedará en la memoria de los amantes de la belleza truncada.
Por eso ayer, cuando salían de la cancha después de la derrota por penales y todo el mundo lo puteaba en mil idiomas, fue que lo aplaudí y lo alenté a pesar de todo. El horno no estaba para bollos, claro; con alguien se tenían que descargar. Pero no me arrepiento: lo aplaudiría otra vez. Por mantenerse fiel a su estilo y seguir siendo ese artista delirante, capaz de armar una jugada maradoniana en la agonía del partido y tirarla contra el alambrado. Porque en el fondo, a pesar del dolor, reconozco el coraje de tipos así, capaces de encarar la gloria como a los defensores, desparramarla en el piso y ahí, cuando la tienen a su merced, tocarle el culo y cagarse de risa. Qué te puedo decir. Hay algo épico, o absurdamente heroico, en esas incomprensibles dilapidaciones.
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