Jueves, 9 de octubre de 2014 | Hoy
Por Mariano Molina
Respiro al fin el aire puro, librado ya de los hierros que me ataron a las tablas de mis tormentos, la luz me encandila, alcanzo a ver como la tarde cae, así como caeré también en unos instantes al agua sin fin.
He perdido la cuenta de los días que han pasado desde que estamos en el mar, algunas noches alcance a contar hasta que la fiebre y los dolores nublaron mi mente. Mucho ha pasado desde el anaranjado amanecer de aquel día de guepardos recortados sobre poniente. Hubo la traición del pueblo vecino, la sorpresa del rapto, la angustiosa cara última de mi mujer y de mis niños, hubo los huesos que me unieron a mis compañeros por el cuello, los cueros que ataron mis manos y las marcas de esas ataduras, hubo las diez lunas que tardamos en llegar a la costa, la tarde ambigua en que se me concedió conocer el mar, los palabras desconocidas, las noches en la canoa a la espera de un destino, hubo también nuestro trueque por armas y bebidas, la búsqueda vana de piedad en alguno de esos rostros pálidos y el encuentro con el violento olor de la bodega. Todo eso que fue, queda atrás, como si no hubiese sucedido o como si fuera el pasado remoto vivido por otro, como un grano de arena en el desierto de la historia. Así también va terminando esta infamia, la de haber sido confinado, acostado hombro con hombro, junto a cuatrocientos más en la bodega de este barco esclavista rumbo a tierras ajenas, expuesto a la miseria de nuestros desechos, y a las torturas del hambre y de la sed.
De los muchos grupos traídos por nuestros captores fuimos los últimos en subir, el barco estaba completo, nos ubicaron como pudieron empujando para hacer lugar. Los niños y las mujeres estaban en la misma condición. Esa noche cuando terminaron de cargar agua comenzaron el viaje y las primeras muertes, muchos se asfixiaron. Al segundo día hubo una revuelta, treinta o cuarenta lograron llegar arriba y pelearon con desesperación, los gritos eran alentadores, comenzamos a golpear la madera como golpeábamos los tambores y nuestra sangre reaccionó; luego se escucharon estruendos y de a poco las palabras fueron en el idioma de ellos. Hubo más espacio. La vigilancia se hizo frecuente y nos castigaron duramente por escarmiento. Marcaron los brazos y cambiaron nuestros nombres, el mío pasó a tener el sonido "eiti fo". Al séptimo día subimos de a diez a caminar por ejercicio. Intentamos maldecir su agua en un conjuro que fue descubierto, y por sus risas vuelto ineficaz. Al noveno día la marcha de la nave fue disminuyendo, hubo órdenes, ruidos de sogas y velas que caían; una opresión en el pecho y en los oídos antecedió al desmadre de la tormenta. Los vientos movían el barco y nuestras cabezas que no podían anticipar una dirección chocaban entre sí. Los niños lloraban. Ocupados en el destino del barco se desentendieron de alimentarnos; nadie pudo ir a los receptáculos. La pestilencia y la enfermedad nos fueron ganando de a poco. Alguien bajaba a curar y ayudar a los más necesitados pero no aguantaban más de un pequeño rato el producto de nuestra desgracia. Los que podían se dejaron morir. Piadosos les suplicaban a su dios que los favoreciera en el designio de llevarnos a salvo, amparados en un privilegio de superioridad, no dudaban en rematar a los más débiles.
El tiempo, pesado, dejó de correr. Los niños ya no lloraron. La desesperación se desvaneció, así como se desvanecieron las imágenes de nuestros recuerdos, la angustia y la tristeza. Las heridas no molestaban, la sed no urgía. Eramos en aquel ambiente ciego, como las tablas del barco mismo, crujiendo gemidos en el devenir de las olas. Habíamos entrado en la eternidad, la eternidad del esclavo, al quedar suspendidos para siempre en la voluntad de un amo.
La enfermedad me fue debilitando hasta el sopor. Cada tanto pasaban llevándose un cuerpo o soñaba que eso pasaba. Sentí entonces el nombre que me habían puesto, me desataron e intentaron alimentarme pero no retenía nada en mi estomago. Me subieron entre tres y me pusieron en espera al lado de otros. Aquí estoy ahora respirando el aire fresco de la brisa del mar en la cubierta del barco atroz, contándoles en murmullos mi historia que no entienden, preocupados como están, mientras tiran los moribundos al agua cerca de la bandera de tres colores. Nada de nuestra suerte se refleja en sus ansiosos rostros marcados de mercancías perdidas. Mi voz se hace más fuerte, los molesta, digo al fin que soy Nwankwo tercer hijo varón de mis padres, nacido para ser el depositario del secreto único y ancestral de mi tribu, el saber cazar caminando a favor del viento sin ser descubierto, oficio que no alcance a transmitir a mi propio hijo para beneficio de mi pueblo.
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