Miércoles, 18 de febrero de 2015 | Hoy
Por Ezequiel Vazquez Grosso
Cuando la progresión de una secuencia encuentra en su propio orden un elemento que disloca uno de los efectos que puede ocurrir es el del humor. Es decir: un hombre camina, en toda la rectitud de su humanidad camina, y sin que nadie lo esperara, sin que nadie lo exigiera, intuyera, siquiera proclamara, resbala y cae de fauces contra el suelo. Difícil negar que a partir de ese gesto uno no puede hacer otra cosa más que embadurnarle de biscocho y saliva la cara a la novia más reciente. Sin embargo, lo singular del humor, más allá de los borborigmos corporales a los que nos ve seducidos, es atentar directamente con la supuesta racionalidad que nos gobierna. El humor es el dinamitador por excelencia del discurso y es el que viene a señalarnos, una y otra vez, la imposibilidad fáctica de su entereza. Toda vez que el humor aparece, la carencia en el lenguaje, en sus instintos de ponderación, no sólo se hace latente, sino que logra insertar la infección en el movimiento mismo de su anatomía. Hanna Arendt, alguna vez, lo dijo: la risa vuelve al poder impotente, frente al estruendo de la carcajada, no hay enunciación que encuentre suficiente apoyatura, no hay enunciación que encuentre mayor desconsuelo.
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Tan cercana es la relación del humor con la política que no ha habido rey decente sobre esta tierra maldecida que no sustentara sus mejores opiniones en los hombros de sus bufones. Cuantos más magnánimos, crueles y vicentinos han sido los reyes, mejores y más dotados han sido sus bufonerías. El entorno del humor, por lo tanto, es de una ambigüedad curiosa: si bien los elementos que componen su enunciado son desarmadores por excelencia de toda posibilidad de discurso (el humor, al ser una máquina desarmadora de enunciantes es, como toda máquina, imparable), el lugar desde donde se gesta la enunciación humorística siempre se construye a partir de determinada situación se poder. Cabeza de león, o su cola, es león al fin y al cabo, y es esta suerte de ambigüedad la que explica la doble impotencia que sufre el sujeto objeto del humor cuando no es parte de su cefalismo. El día que oriente confabule un gran chiste contra occidente, el día que oriente le tome el pelo con todas sus fuerzas al modo capitalista de supervivencia, a la moda de sus pasarelas, a la rigurosidad de su cientificismo, a los clamores de su filosofía, a, por sobre todas las cosas, su inalterable y superlativa estética, sólo ese día, podremos decir que hay algo que, definitivamente, ha cambiado.
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Si el elemento que se quita de la progresión de sentido es reemplazado por uno ajeno a su circunstancia pero de una sutilidad tal que la secuencia logra no ver interrumpida la lógica de su movimiento lo que tenemos es, evidentemente, la aparición del absurdo o, en un sentido malicioso, la ironía. Este tipo de humor logra un objetivo extraño, que le debe tanto a la perplejidad como al asombro, pues en la misma medida que logra ocultar el sonido de la risa (esta risa es silenciosa: ocurre sólo en la cabeza del espectador y sólo será la excepción su pantomima) es que encuentra su logro y eficiencia. Jorge Luis Borges fue, en un sentido cortesano, uno de los más discretos. Luis Buñuel, en el cine y sobre todo en Le fantôme de la liberté, fue otro. Jacques Lacan, para el caso, no se queda atrás, y, quizás, no sería para nada absurdo mentar al refundador del psicoanálisis como uno de los grandes humoristas del siglo XX.
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El problema para con algunas locuras, como cierto tipo - mayoritario - de marxismo o cualquier estilo de neurosis, si es que estas variantes no pueden ser tomadas como sinónimos, es la superflua y a todas claras visible falta de humor. Frente a la tragedia adventicia de esos que encuentran en los clavos del cilicio el temperamento natural de sus vivencias, el humor es una excelente herramienta para devanar el discurso que ve en la sombra del otro la imposibilidad de su existencia física o, lo que es peor, la realización misma de su discurso. Que el analista enrame en su cometido el tornasol de la humorada, que en la arquitectura de los divanes se propague el aroma de la bufonería, es una opción potable y hasta bienvenida. Si acaso la locura es del tipo pregonera anunciadora, como aquella que robustecía a don Alonso Quijano, lo propio es hacer lo que se hace en la más humilde de las tabernas: sentarla en la punta de las mesas y dejarla hacer de sus discursos, seguramente, mucho más apropiados que la triste facticidad que nos rodea.
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Algunos dicen por ahí (de ningún modo voy a nombrarlo a Ernesto Laclau) que cuando dentro de la cadena de significantes que conforman la vida social hay un eslabón que por sí mismo puede lograr en su diferencia un valor equivalencial y hablar en representación de toda la cadena se produce lo que se conoce por hegemonía. Al igual que el humor, al igual que la violencia (la poesía, decía Roberto Bolaño, es como la violencia: no se corrige) el gesto hegemónico logra salirse de la testarudez asfixiante de la cadena. Sin embargo, a diferencia de los primeros, sólo encuentra motivación en reforzar su sentido. El humor difícilmente logre algún tipo de hegemonía, y si la logra, como son los casos de Borges o Cervantes en la literatura, no es su objetivo inmediato. Al gesto humorístico, por sí mismo, el poder le aburre. Algo que no quita que aquellos que se encuentran por detrás del humor, aquellos que lo recrean, ocupen determinados intereses respecto al poder. Algo que no quita, tampoco, que el humor sirva muchas, incontables veces, para reforzar el sentido de lo dominante.
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Recordemos una película: Eyes wide shut, el último trabajo del gran Kubrick. Toda la trama nos conduce por un misterio que quedará inconcluso o que nos revelará, a fin de cuentas, que lo propio del misterio es que no haya nada por concluir. Al final de la historia Nicole Kidman le espeta a su marido que hay algo que hace mucho que no hacen. Su marido le pregunta, algo ingenuamente, que qué es aquello que hace tanto que no ocurre. En su respuesta estará la última palabra que nos quiso donar Kubrick antes de su muerte y de ahí nace su importancia. La bella Nicole, sin titubeos, le responde a su incrédulo marido: fuck. La respuesta viene y después de eso la pantalla se oscurece, la vida que latía en el joven cuerpo de Kubrick se oscurece. Tremendo consejo antes de la muerte. Fuck.
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Si bien la muerte biológica en algún punto nos iguala a todos lo propio de la vida humana es la segregación. Cuando los muertos ya están enterrados o, en todo caso, sujetos de la incineración, lo que resta es el discurso, las fuerzas de la argumentación, los sofismas del desencuentro, las máximas proverbiales, las simbologías del descuido, las apoteosis de los santos, las genuflexiones de la ortodoxia, las expiaciones del infierno. El hábito de hacer hablar a los muertos es, desde siempre, el primer fundamento del poder. El discurso de la herencia probablemente sea el más atroz y elevado de nuestros caprichos. ...
Por favor, que alguien extraiga de sus entrañas alguna ocurrencia, aunque sea un leve chascarrillo, sobre las responsabilidades políticas que recaen sobre Ayotzinapa. ¿No resulta claro que tanta imprudencia manifiesta será muy difícil de soportar? Haga el intento: googlee el número 43
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Cuando la progresión de una secuencia encuentra en su propio orden un elemento que disloca uno de los efectos que puede ocurrir es el del terror. Es decir: dentro de la vida social normal un grupo de jóvenes, pongamos el caso, franceses, ingresa a una redacción y, a fuerza de balas e incertidumbres, produce una masacre. Si bien la violencia habla a partir de un discurso propio, un discurso íntimo y proverbial, el de la violencia es un gesto que por sí mismo está imposibilitado de tramitar algún tipo de hegemonía. Por lo general, lo que ocurre en este mundo, y en muchos otros, es que este eslabón errante, desprendido de la cadena de significaciones, es integrado nuevamente a la marea del sentido por el eslabón más fuerte: Eso es lo que ocurre cuando los máximos líderes de la masacre mundial marchan en pos de la libertad y el entendimiento. Sin embargo, con este tipo de sucesos, la novedad no engendra gratitudes: la guerra entre oriente y occidente es una guerra perpetua; hasta que oriente no prepare su gran y, perhaps, último chiste contra occidente, no habrá nada nuevo. Como Freud, como Marx supieron hacer, lo único que logran ciertos acontecimientos es descubrir, es decir, correr la cobertura, para mirar, un poco más allá, de lo que recubre el velo. La política, siempre, está haciendo la guerra. Silenciosamente. Pero ay, si sabremos, y cuánto, que siempre la hace.
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