Viernes, 5 de junio de 2015 | Hoy
Por Patricia Suárez
Llevo un cuaderno, dos cuadernos y pronto se transforman en tres cuadernos. Tengo la obsesión de anotar todo lo que leo. Antes, a los 15, tenía un Diario Intimo, pero desde que mi papá me lo leyó, dejé de escribirlo. No soporto que me revisen las cosas; no me gusta el control, no me gusta que me vigilen: soy una chica, no una prisionera. Igual, nadie me entiende y tampoco me hace mucho problema. Escribo en cuadernos anaranjados, con una lapicera fuente. Tarde o temprano, la tinta acabará por correrse en la hoja, ser borrón y cuenta nueva o peor, desaparecer para siempre. Los egipcios usaban una tinta donde se mezclaba el hollín de las cacerolas con goma y agua; esa tinta vivía después para siempre. Pero no sé con qué sustancia anodina está fabricado el azul lavable de los cartuchos. No importa: desde la primaria estoy al tanto de que con la lapicera y con el lápiz es como la letra corre mejor, más rápido. Es importante, no sólo para una secretaria ejecutiva, sino para un escritor poder ir rápido de la mente al papel. Transcribir con eficiencia y celeridad aquello que nace en la mente para vivir en el papel. A veces, muy de vez en cuando, deslizo alguna anotación personal. Muy pequeña, un apunta memorias, algo que pasó ese día, pero tal vez ni siquiera tiene alguna importancia. De adelante para atrás, en el cuaderno escribo el título del libro que acabo de leer, su autor, alguna frase del libro que llamó mi atención, una especie de calificación descarada de mi parte: Muy bueno, Bueno, Ininteresante. Me da culpa poner que un libro no me gustó, que es idiota. Anoto, dos por tres, datos del autor, o de cuándo fue hecho el libro, por qué. Si es que hay un por qué para hacer un libro. De atrás para adelante hago una lista que empieza con el primer día de un mes: debajo, la lista de los libros leídos. Trato de leer un libro por día; compro libros usados, voy a la Biblioteca Argentina, a la Biblioteca Vigil, a Empleados de Comercio, a la Biblioteca de la Mujer, a la del Centro Unión Dependientes: leo de todo, vorazmente. Voy a una biblioteca circulante. Leo de todo vorazmente, mi religión. Tengo 17, 18, 19, 20, 21, 23 años y llevo como diez cuadernos escritos. Tengo, tal vez, la ilusión de escribir y la fantasía de ser escritora, pero es algo muy lejano, inasible. Aunque siempre escribo cosas, gané, de niñita, un concurso de conjugar verbos; otro, de colegiala, sobre la solidaridad o la libertad, escribo sketches sobre la disfuncionalidad de mi familia, para descargarme. Cuando puedo, lo leo a los demás, para reírme en voz alta. Sino, me río apretando los dientes. Pero no es ser escritora; ser escritora es como si deseara visitar la luna el próximo enero. Además, desconfío de mis fuerzas porque aun no sé, que para escribir cada vez que se planta frente a la hoja en blanco, todo escritor desconfía de sus fuerzas. Soy novata hasta en el pensamiento. Un amigo me habla de ir a un taller, lo hacen en el Centro Cultural Bernardino Rivadavia y lo da una escritora insípida que a él le debe gustar. No como escritora, sino como mujer. El es un adolescente y ella es rubia y delgada. Me dice que en ese taller literario trabajan los laberintos borgeanos. En el Rosario de ese entonces hay muchos poetas, demasiados, y mucho teatro de creación colectiva. Siento que nací hace cien años. Tengo mucha vergüenza de ir, por no decir también que me importan un bledo los laberintos borgeanos. Pero mi amigo es inteligente, es lúcido; sabe que un escritor se forja en la soledad aunque tarde o temprano deberá hacer vínculos, crear intereses, con el medio literario. O con los medios de comunicación. Lo que antes podía ser un genio literario, un Kafka, ahora sería visto como un tarado y un inmaduro. Suicidarse porque a uno no le publican una obra, se la rechazan consuetudinariamente, como que hay un Dios, sería un acto estúpido. Aunque estemos hablando de La conjura de los necios. Los genios no son bienvenidos hoy por hoy, mejor ser hábil, mejor un prestidigitador. Quizá sea la historia del mundo. Escribo, escribo sola. Escribo y rompo. Cortázar hizo ochenta cuentos y yo llevo medio millón destruido. Trabajo en una zapatería, en un bar al paso, en una librería, en un video club, soy secretaria y escribo rápidamente en una máquina electrónica. Tengo un hoyo profundo de insatisfacción en el medio del pecho, pero sigo leyendo. Oigo a las personas que hablan de su relación con la lectura, con los libros. Una vez, en la infancia, leí el Diccionario. Estoy segura de que estoy loca. Mi papá me grita que los escritores acaban muertos, tan cruel es su vida que se suicidan todos. Trato de oponerme a su sentencia; no me escucha. No me oye, ninguno me oye. Pero una voz insiste dentro mío: Tengo que contar, tengo que contar...
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