Jueves, 24 de septiembre de 2015 | Hoy
Por Guillermo López Dabat
Mi primo Enriquito fue secuestrado el 24 de agosto (dato anecdótico innecesario: cumpleaños de Borges) de 1976, se lo llevaron las fuerzas conjuntas de su casa, a dos cuadras de la mía. De su desaparición me enteré varios meses después.
No he hablado mucho acerca de esto. Lo he hablado con algunos amigos íntimos, he contado lo que sé, que es poco, de lo que pasó. No he hablado casi nunca acerca de lo que pasó en mí. Todos los recuerdos son muy fragmentarios y difusos. Casi como si fuera un sueño o recuerdos que otro me contó. No sólo porque pasó mucho tiempo, sino que mi memoria se protege del dolor.
Años después supe que la misma noche de su secuestro fue la noche del día en que no volví a mi casa por varios meses. Mi papá (educador, formador de sujetos sociales críticos, ese fue su gran delito) había recibido una nueva amenaza y se resolvió que dejáramos la casa por un tiempo y nos repartimos, mis padres, mis hermanos, en distintas casas, de amigos y parientes. La condición parecía ser no saber dónde estaban los otros, al menos yo no lo sabía, sólo veía a mi madre una vez por semana, más o menos. Yo fui a dar solo, a lo de una tía de ella, la tía Ada, que me trató maravillosamente bien.
De esa estadía, de la soledad en mi cuarto, un cuarto solo para mí (en mi casa compartía habitación con mis dos hermanos) algo alejado de las habitaciones principales, guardo una extraña sensación de plenitud. Recuerdo como un ícono de ternura, la bandejita con el vaso tapado por un platito y la jarra de agua para la noche. Tengo muchos recuerdos de sensaciones físicas: la consistencia mullida del colchón, el peso de las mantas; la luz suave del velador, el olor de los muebles. Yo tenía 14 años y comprendí que, si bien lo hacían por mi madre más que nada, estaban haciendo un gran gesto por mí, que aún me emociona y agradezco.
Tuve que mantener en secreto mi situación, tanto para mis amigos, inclusive los de la infancia, como para mis compañeros del secundario, dado que podía resultar sospechoso y en esa época directamente culpable el que mi familia tuviera que huir. Las familias de mis amigos consumían con facilidad el discurso de la dictadura y yo tenía que escuchar barbaridades y estupideces. Y callar.
Años después, a principios de 1981, antes de Malvinas que facilitó todo, y después de la muerte de mi viejo, me vinculé con los organismos de Derechos Humanos, ingresé en la juventud de la APDH (Asamblea Permanente por los Derechos Humanos), que estaba en gestación, yo tenía entonces 19 años y milité allí hasta varios años después de vuelta la democracia. Tengo para mí el honor personal de haber hecho con tres tarados/as, (dicho esto con cariño) de quienes no recuerdo sus nombres, sólo del mayor del grupo un tal Miguel Angel, las primeras pintadas durante la dictadura denunciando el terrorismo de estado. Tuvimos que huir corriendo varias veces y las pintadas duraban un suspiro porque las tapaban con brea enseguida.
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