Martes, 5 de septiembre de 2006 | Hoy
Por Miguel Roig *
Una amiga que cumple años dentro de unas semanas me dice que se regalará unos días en un hotel, en cualquier ciudad, con la intención de leer. Me voy a encerrar, me dijo. Alguna vez lo hice yo, claro que sin que el propósito original fuera ese sino convocado por algún trabajo tedioso y con la suerte a mi favor, me escabullía un día o dos refugiándome en la habitación para leer, dormir y mirar el paisaje desde una ventana. Avanzas así, como en una espiral, por una introspección de la que no esperas mucho y que al final sólo te deja la nada que apuntaba Lorca: todas las cosas cuando buscan su centro descubren su vacío.
Las cajitas de fósforos Fragata eran la casa de mis langostas. A veces algún grillo y, ocasionalmente, un escarabajo capturado en la casa de mis abuelos en Funes. Yo pensaba que mis langostas eran felices en sus cajas. En aquel tiempo aún no iba al colegio y el tamaño de mi cuerpo me permitía deslizarme detrás del ropero de mis padres, separado un poco de la pared, donde había descubierto un hueco dejado por una puerta que ya no existía. Allí me instalaba y pasaba largos ratos en compañía de mis insectos; era entonces un niño encerrado en un hueco y una langosta en una caja de fósforos Fragata. Podríamos seguir y decir que el hueco está aislado en la casa y la casa en una ciudad.
Rubén Naranjo me contó una vez que su estancia en un barrio de Buenos Aires durante la dictadura había sido un encierro para él. En lugar de exiliarse fuera del país había decidido convertirse en un ciudadano anónimo en algún lugar de la Capital y diluirse.
Pero si hay un encierro que nos es familiar a todos es el de Ana Frank en su piso de Amsterdam. Hay una manera de medir esos días: la marca con lápiz en la pared que da cuenta de los estirones de los niños mientras fuera están los nazis. Al fondo del piso, en una de las habitaciones hay una ventana que da al centro de la manzana desde la que se ve un jardín tranquilo, con árboles y flores; esa ventana era el único contacto con el exterior que tenía la familia. Allí hay un cruce que menciona Paul Auster en La Invención de la Soledad. El azar quiso que frente a esa ventana estuviera la vivienda de Descartes en Amsterdam. En sus cartas a un amigo en Francia, Descartes resalta la gran libertad que se respiraba allí. Auster cruza las miradas de esos vecinos en el tiempo y enfrenta el cautiverio y la libertad. Pero un exilio aunque dulce en el caso de Descartes por ser voluntario no deja de ser un encierro ya que hay un afuera excluido: la otra tierra y, en este caso, su falta de tolerancia.
Cuando vivía en Buenos Aires, solía quedarme encerrado en el departamento cuando la gente dejaba la ciudad vacía en los feriados largos o en Semana Santa. Recuerdo la mañana que estaba leyendo tranquilamente en casa y sonó el teléfono. Era el Bigote: tarado, me dijo, los tanques están saliendo de Campo de Mayo hacia la Capital. Guardo una imagen de ese día que el tiempo hace cada vez más intensa. Caía la tarde y me fui a Plaza de Mayo, salí de la boca del subte y casi en la penumbra vi una columna de viejitas vestidas de negro portando un cristo de madera que murmuraban una oración mientras caminaban muy despacio hacia la catedral; la escena realmente conmovía y asustaba. Pero al tiempo advertí, al dar unos pasos, en el otro extremo de la plaza, las carpas y el fogón que habían montado los de Franja Morada. No se sabía si estaban apoyando a la democracia o velándola. Esto era un sábado; al día siguiente, en la misma plaza, el Presidente me hizo maldecir haber interrumpido mi gozoso encierro.
Una fría mañana de Madrid, cercana a la Navidad, pasé delante del convento de las Descalzas Reales, un antiguo palacio plateresco en medio del tumulto de la ciudad en el que las monjas franciscanas cultivan un huerto y abren las puertas del convento para que quien quiera pueda ver la pinacoteca. Pasaba por allí y se me ocurrió conocer el templo. Me llevé un susto: un sacerdote oficiaba la misa en la más absoluta soledad. A pesar de haber perdido la fe a una edad temprana conozco el dogma ya que provengo de una familia católica y durante la niñez oficiaba de monaguillo en la parroquia del barrio. Con ese poso empírico a cuestas confieso que nunca asistí a nada igual ni me lo podía explicar. Salvo yo, escondido en una esquina, nadie más había en esa iglesia excepto el cura. Me quedé a mirar el espectáculo con la morbosa curiosidad de ver cómo resolvería aquel predicador solitario la réplica que los feligreses dan a las oraciones y, lo reconozco, con la pena de haber entrado en el tramo final de la misa, previa a la eucaristía, y haberme perdido el sermón: ¿a quién se lo daría? El momento esperado llegó y para mi asombro se escuchó desde las alturas un coro de voces que al unísono respondían con devoción. Me dirás: ¿cómo notas la devoción? Era la voz entregada de las monjas de clausura que, según pude constatar, estaban ocultas detrás de una ventana enrejada ubicada, calculo, sobre sus cabezas. ¿Cuántas serían? Lo ignoro pero el caudal de esas voces hacía pensar en muchas y en esa actitud mística, firme y serena, de un grupo de mujeres que imponen su pulsión en el corazón estridente de una capital de occidente. Porque mientras trabajan el huerto, pensaba, allí llegan los ecos del tráfico y el bullicio de una multitud en movimiento.
¿Quién está encerrado, ellas o los demás?
Cuando llega el mes de agosto el periódico pierde hojas y las secciones habituales se comprimen al máximo para dar paso a una revista estival que contiene chismes, cuentos cortos de escritores famosos, fotos banales con epígrafes y sudokus. Te sentís atrapado en ese formato reducido y pueril. ¿Pero los once meses restantes no lo estás del otro periódico, de ese territorio impreso conocido y que se repite infinitamente a través del cual sos pensado día a día?
¿No es también el cuerpo un encierro?
Proust decía que hay una línea íntima encerrada dentro de nosotros que jamás exponemos al prójimo. El conocimiento de su existencia hace que pretendamos acceder a la de los que amamos. Esa tarea es estéril. Persistir en el empeño lleva a la locura; resignarse, a la tristeza infinita.
La tristeza de las muñecas rusas: vas sacando una y otra creyendo, cada vez, que has alcanzado la verdad de alguien, pero la que tienes en la mano siempre encierra otra.
Miro mis langostas y escarabajos enjaulados en las cajitas de fósforos y veo a Gregorio Samsa. Quizás ese sea el encierro supremo.
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