Viernes, 6 de noviembre de 2015 | Hoy
Por Friedrich Fontana
Existen dos clases de personas: los racionales y los supersticiosos. Los primeros creen en un mundo gobernado por las ideas, y sobre todo, por el control. Suelen decirle a uno: "pero claro, eso sucede por tal cosa, eso tiene que ver con esto o con lo otro, eso es del orden de tal o cual cosa". Se observa un afán de explicación, una intención de encontrar causas y predecir efectos. El mundo de los racionales es un mundo común y corriente, casi nunca pasa nada que no pueda explicarse con palabras. El segundo mundo, el de los supersticiosos, es un poco más complejo. Puede parecer, a primera vista, que el mundo ocupado por los racionales es mayor, más abarcativo. Que los racionales superan con creces a los supersticiosos. Pero no es tan así. Lo que realmente sucede es que a los supersticiosos les da vergüenza presentarse como tales. La historia de la razón ha ubicado la creencia en lo supraterreno en un sitio poco cómodo para quien profese tales desviaciones, y aún puede decirse que el miedo a ser quemado persiste, metafóricamente hablando, claro. A los supersticiosos les cuesta mucho enunciarse como tales. Siempre temen una desmentida, quedar fuera de lugar, citar fuentes que en realidad no demuestran nada sino más bien expresan opiniones. O a ver, ¿acaso alguno de ustedes se ha cruzado con un supersticioso que estuviera orgulloso de serlo? Que pudiera gritarlo a los cuatro vientos. ¡No, señores! El supersticioso es alguien que no elige ser supersticioso. Eso le sucede, y es algo a lo cual no puede renunciar. Cree firmemente que la explicación del mundo que dan los racionales deja por fuera todo un abanico de misterios y de enigmas, que jamás deben ser explicados. Y aquí radica la principal diferencia entre estas dos poblaciones: a los supersticiosos no les molesta el desconocimiento, no entender, dejar misterios sin resolver. En cambio a los racionales este dilema los vuelve locos, si me permiten el modismo. Pueden pasarse una vida construyendo una teoría que explique determinado fenómeno, mientras que un supersticioso dejará que las cosas sigan su curso, se limitará a contemplar la existencia y gozará, asombrándose de todo aquello que supere su entendimiento.
Todo esto que digo es a propósito de que últimamente vienen sucediendo hechos que han generado un fuerte cuestionamiento acerca de lo racional y del mundo supraterrenal. Yo no podría decir en qué grupo me encuentro, si entre los racionales o los supersticiosos. Diría más bien que soy un médium. Adhiero a enunciados de ambos mundos. A veces me dedico a la búsqueda de explicaciones coherentes, que no permitan la contradicción, y otras veces me dejo llevar por los caminos de lo esotérico. Si escucho un ruido a la noche, cuando estoy solo en casa, por ejemplo una puerta que se cierra sola, lo primero que pienso es que el viento ha provocado una corriente de aire y que ese aire ha ido a chocar contra la puerta, ejerciendo una fuerza contra la misma, induciendo el movimiento. Si el ruido se produce por segunda vez, comienzo a descreer de esta primera explicación. Y si sucede una tercera vez, definitivamente comprendo que fuerzas exteriores a mi entendimiento están obrando. A veces he interrumpido mi actividad en ese preciso momento y despacio y silenciosamente, me dirigía al lugar de donde provenía el ruido. Una vez encontré la luz del baño prendida. Este hecho me provocó mucho estupor. Pregunté si había alguien en la casa, además de yo, claro está, y no obtuve ninguna respuesta. Mi intención siempre que sucede algo así es darle lugar a las posibles entidades a que se manifiesten. Supongo que si obro así los espíritus verán en mí a un colaborador y no un enemigo a quien destruir.
La mañana del miércoles pasado desperté temprano. Eran las 7:30 de la mañana y el mundo, aún, era un lugar oscuro. Por entre la galería se dejaba ver el cielo ennegrecido, y parecía más bien un atardecer que el comienzo de un nuevo día. Mientras me cambiaba oí un ruido, sutil pero constante. Era el ruido de la cocina. Salí de la habitación y encontré las 4 hornallas prendidas. Miré a mí alrededor, buscando la presencia de alguno de los 2 compañeros con los que convivo pero ninguno se había levantado. Lo primero que pensé, o mejor dicho recordé, es que la noche anterior, para calentar la casa, habíamos usado el horno y las hornallas, y que probablemente habían quedado prendidas, en un ejercicio del olvido más cercano a la estupidez que al descuido. Me sorprendí mucho y también debo decir que me asusté. Podría haber ocurrido una tragedia. ¿Qué hubiera pasado si el viento apagaba una de las hornallas y el gas continuaba su curso para luego provocar una explosión? ¡Madre santa! Mientras desayunaba miraba las habitaciones de mis dos convivientes, que aún dormían, y pensaba: ¿Cuál de estos dos habrá sido el tarado que dejó prendida las cuatro hornallas de la cocina? ¿En qué planeta vive? ¿Es consciente del peligro que nos hizo correr a todos? ¿Tendremos que expulsarlo de la casa? ¿O que pague una multa? Quizá el mes que viene tendría que pagar el alquiler entero, así aprende que esto no es joda.
Terminé de desayunar y me fui a trabajar. Al mediodía, cuando regresé, encontré a uno de ellos cocinando. Inmediatamente me lancé al careo. Escuchame, ¿vos anoche dejaste las hornallas prendidas, las cuatro hornallas prendidas? Mi compañero me miró desconcertado, entendiendo la pregunta pero tomándose tiempo para responderla. Yo lo miraba fijo, como quien escruta la conciencia ajena. No, respondió. Y se quedó pensando. Al advertir que no estaba seguro de lo que decía, continúe. Bueno, alguien las dejó prendidas porque hoy temprano las encontré así. El que fuera que lo hizo es un demente, un psicópata, grité. ¡Nos podría haber matado a todos! Mientras decía esto me tomaba de los pelos, y revoleaba levemente la cabeza, de izquierda a derecha. Era necesario dotar a la escena del dramatismo pertinente a fin de resolver el enigma. Mi compañero ni se mosqueó. En verdad lo perturban pocas cosas, es una persona más bien pasiva ante los acontecimientos del mundo supraterrenal.
Decidí esperar a que volviera el otro, a fin de que la indagatoria encontrara por fin al culpable. Al rato apareció. Entró mirando al suelo, un hecho ya característico en él. Le hice las mismas preguntas y repetí mi actuación. El me miró y contestó: Anoche yo apagué todas las hornallas antes de irme a bañar. Salí del baño y vine a la cocina y apague las luces, y la cocina estaba apagada. ¿Qué decir ante esta respuesta, sólida por dónde se le vea? Era imposible culparlo de nada.
Los hechos hablan por sí solos, dije. O bien anoche alguno de ustedes se olvidó las 4 hornallas prendidas o bien aquí hay fuerzas del mundo supraterrenal actuando, y por lo visto, no parecen ser amigables. Hay que estar atentos, sentencié, quizá debamos montar guardias de 8 horas cada uno, a fin de resolver este enigma.
Confieso que tal estrategia no tuvo la acogida que esperaba. Mis compañeros aludieron infinidad de argumentos que hacían inviable organizarnos como escuadrón de vigilancia. El más convincente fue que tenían otras que hacer. No puedo obligarlos, pensé. Deberé estar atento, pues el hecho de que se nieguen a colaborar puede ser indicio de que alguno tiene responsabilidad en el suceso.
Han pasado tres meses desde aquella mañana y he aquí los resultados de mi investigación: Uno de ellos olvidó la hornalla prendida pero no he identificado quien. Aún.
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