Viernes, 10 de junio de 2016 | Hoy
Por Osvaldo Aguirre
En marzo de 2015 dejé el diario donde me desempeñé por más de veinte años, en Rosario, y me mudé a Buenos Aires. Bueno, en cierto sentido. Porque desde entonces viajo continuamente entre las dos ciudades, ya que en una están mis hijos, en otra mi pareja y aquí, allá y en cualquier parte donde me pueda sentar y abrir la notebook, mi trabajo.
Hasta entonces había viajado de Rosario a Buenos Aires en forma ocasional, casi exclusivamente en ómnibus, por lo general bien temprano, para aprovechar el día y volver lo más rápido posible. El atardecer me daba esa especie de angustia que uno siente cuando está solo y lejos de casa, y entonces me apuraba por volver a Retiro. Desde la mudanza comencé a viajar una o dos veces por semana y a utilizar preferentemente el auto.
A veces se trata de una carrera contra el tiempo, cuando debo estar en Rosario a las 12 en punto, para buscar a mis hijos a la salida de la escuela o participar en un acto o una reunión de padres, en la cual suelo andar como si flotara en una nube, en un jet lag de entrecasa. Así fue, creo, como estuve a punto de establecer algún record de carretera. Las jornadas de viaje son las más largas, y en especial en la vuelta a Buenos Aires: a la noche, cuando llego, el momento que pasé en Rosario parece haber transcurrido en otro día, un día que no es el actual, como si la distancia física cargara de extrañeza al presente. Y la inminencia de cada partida, a la vez, hace que mire de una manera distinta las conversaciones y las situaciones que atravieso, subrayando para mí lo que tienen de efímero, de pasajero.
Pasado un año, puedo decir que conozco la autopista Buenos Aires-Rosario como la palma de mi mano. Sé donde suelen ubicarse los radares -antes del peaje de Zárate, cuando uno viene de Rosario y después de Arroyo Seco, cuando va-, y sigo invicto en infracciones; en cambio, acumulé varias multas en excursiones por rutas bonaerenses. Si cierro los ojos, el camino y sus mojones se presentan con nitidez: la salida a la autopista por Alvarez Thomas y después Triunvirato; el tramo por la General Paz hasta que se bifurca y salgo a la primera estación de peaje; el Unicenter de Martínez, que marca a la vuelta el punto donde tengo que empezar a prestar atención para salir correctamente de la ruta (gran cuestión para una persona habitualmente distraída, como soy); el segundo tramo, ya reducido a tres carriles, hasta Campana, donde cambia la concesionaria de la ruta y, después de Zárate, el paso del paisaje urbano al pampeano, la etapa más desahogada del tránsito, que vuelve a complicarse esporádicamente en los accesos a San Nicolás y a Rosario, y también la más placentera a la vista.
El camino se carga de marcas personales con los viajes. La Esso de San Pedro está asociada a un amigo que trabajaba en una empresa de seguros, podía hacerse llevar y traer con choferes y le gustaba tomarse un rato en esa estación, que por cierto es una de las más luminosas y hospitalarias en la ruta; un poco antes del puente sobre el arroyo Saladillo, cerca de la entrada de Rosario, fue donde un hincha de Central, apurado porque se jugaba un clásico y con aliento a cerveza, me chocó por atrás; un poco antes de la Shell de Zárate pasé una noche en un ómnibus de El Rosarino, atrapado en un congestionamiento por la niebla; a la altura del cartel de Howard Johnson, en Ramallo, fue donde murió mi amigo Fernando Toloza, cuando paró en la banquina y lo atropelló un camionero que manejaba dormido. En el bar-restaurant Km. 256 unos bomberos me contaron que ya no había incendios, que habían visto fábricas envueltas en el fuego y que ahora se ocupaban de rescatar a víctimas de accidentes de tránsito; que hacían terapia de grupo después que les tocaba algún caso fuerte, una reunión donde cada uno relataba lo que había hecho, "no como evaluación técnica sino como descarga".
También me gustan las exploraciones en lo que sería el radio de influencia de la autopista, que en parte conocía de antes por razones familiares, ya que mis padres vivían en la zona: la bajada en Theobald y la salida hacia el arroyo del Medio, que marca el límite entre Buenos Aires y Santa Fe y tiene unos balnearios agrestes, particularmente en el camino rural entre los pueblos de Conesa y Juan B. Molina; la ruta 90, que desemboca en la autopista desde Villa Constitución, un largo tramo surcado de pozos, hondonadas y fisuras en el asfalto, donde quedé varado y sin auxilio por el reventón de un neumático el día de la final del mundial de fútbol de Brasil; los enterratorios de los muertos en la batalla de Pavón, en la estancia Los Naranjos, en jurisdicción de Rueda, y en Oratorio Morante, un pueblo de cien habitantes a unos quince minutos de la autopista cuyos orígenes remiten a los tiempos de la colonia.
Si fuera un guía y tuviera que armar un recorrido para un extranjero que quisiera conocer el camino (¿por qué no?), comenzaría por el City Center, el casino provisto de un hotel cinco estrellas, centro de convenciones y palmeras que le dan un toque Miami al ingreso a Rosario. Pero no por ese edificio en sí mismo, sino por lo que está literalmente atrás: el barrio Las Flores y el sector de villas de donde salieron Los Monos, el clan familiar ya desarticulado que controló el negocio de la droga en una amplia zona de la ciudad y un poco más allá, en Villa Gobernador Gálvez. La íntima vecindad de lujo y pobreza, el lujo vulgar y la pobreza en el límite del estallido, es característica de Rosario, su cara y cruz, y quizá contiene la fórmula de la violencia que atraviesa sus calles. En el mismo circuito podrían estar el estadio de Real Arroyo Seco, que Patricio Gorosito levantó en esa ciudad antes de quedar preso en el Operativo Carbón Blanco por traficar cocaína a Portugal, y que luego vendió a Rosario Central, y el parador de Fighiera, donde el incendio intencional de un micro de la empresa Almirante Brown provocó 13 muertos y fue investigado por el FBI pero quedó en el misterio.
La proliferación de estaciones de servicio dejó en el olvido a los antiguos paradores. Hay uno que subsiste en el kilómetro 127 (sobre mano en dirección a Buenos Aires) y otro en ruinas entre San Pedro y Ramallo, donde la vecindad de parrillas, gomerías abiertas las 24 horas y puestos de artículos regionales, anunciados con banderines multicolores, forma además un nuevo paraje. Siempre pensé que había visto el puente abandonado en el kilómetro 192 (una estructura sin escaleras, sostenida por dos columnas sobre el asfalto) en una fotografía de Juan Travnik, pero al chequear el dato descubrí que no, que la foto de Travnik corresponde a otra especie de monumento similar, en la autopista Buenos Aires-La Plata.
A veces me canso del auto y viajo en colectivo. Pero como me dijo una señora la semana pasada (que también va y viene semanalmente: no estoy solo) se viaja cada vez peor y a la noche, el horario que prefiero, ponen los coches más viejos. Como se prohibió la parada en puente Saavedra (según me informaron en la ventanilla de la terminal de Rosario) voy hasta Retiro y después tomo algo hasta Villa Urquiza. Me gusta llegar de madrugada y caminar por la zona cuando no hay literalmente un alma en la calle. Es uno de los horarios y lugares más seguros de la ciudad, aunque no parezca.
Cada vez que llego empiezo a pensar en lo que llevaré en el próximo viaje. Nunca termino de desarmar los bolsos, los conservo a mano porque los necesito en cualquier momento. Tengo un teléfono con característica de Buenos Aires y otro con prefijo de Rosario. Un amigo me dice que la mejor manera de estar en un sitio es queriendo irse de ese sitio, poniéndolo en cuestión, pensando la vida en otra parte; puede ser, pero también tiene sus inconvenientes, como la sensación de pasar todo el tiempo fuera de lugar.
En Rosario alguna gente con la que me encuentro quiere saber dónde estoy. Es una buena pregunta. Otros dan por descontado que vivo en Buenos Aires y cuando protesto y argumento que cada siete días hago un viaje se limitan a asentir como si no tuvieran demasiado interés en la aclaración, o como si yo insistiera con algún tipo de capricho. En Buenos Aires la mayoría de la gente que me conoce supone que sigo en Rosario. La última vez que me pasó entré a mi perfil de Facebook y quise actualizarlo con el dato del lugar donde vivo; probé con "Buenos Aires-Rosario", después "Buenos Aires y Rosario", a continuación "Entre Buenos Aires y Rosario", y me rendí. Estoy allá y estoy acá, en camino, por llegar.
Publicado en http://laagenda.buenosaires.gob.ar.
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