Lunes, 13 de junio de 2016 | Hoy
Por Sonia Catela
Algo arrogante pero indefinido, con palabras a punto de alzar su peligrosidad pero que se hunden en el mar de la charla, sin levantar cabeza; serpentean, desaparecen.
Algo le impide a David calzar en mi medida, como si llevara la etiqueta del talle que me corresponde, pero me tirara de siza, "no tengo la culpa de venir de una familia rica", aduce y se acomoda la corbata y la raya de sus pantalones marcada con regla, "vaya que sí te incrimina, detrás de toda riqueza hay un crimen... decían Arlt y Balzac, ¿no? ¿cómo pensás lavar esa mancha?", lo refuto; alza y abre los brazos, "vuelven los comunistas, huyamos", vocifera él.
Gritamos a dúo, nos burlamos, pero desde un lado y el otro opuesto del canal, dos meses que venimos saliendo, proyectos de presentarnos ante nuestras respectivas familias, "formalizar", "formalizar... ¿qué es eso?" y mejor que David no se meta con mi viejo, ferroviario, militante honesto y leal del prescripto PC, "más te conviene", "no juzgaré a tu progenitor, proletaria", se dulcifica, "de acuerdo, oligarca", contesto y volvemos, con cañas y sedales al estanque donde se pescan besos que saltan, caricias viboreantes y presas diferentes, una que se me mete en el escote y soba mis pulpas, otra que se come pedazos de la ropa interior de David.
David. Compañero de facultad. Yo curso filosofía, él administración de empresas y marketing. Dos rectas que se tocan en algunos puntos: La música, ciertos autores clásicos de novelas, una faceta hippie que lo llevó a aprender a tatuar y a fundir plata para anillos artesanales.
Y se cierra el círculo.
Su diccionario y el mío contienen los mismos vocablos con significados opuestos.
Nos enlazamos, inclinados como juncos sobre el agua. Nos acostamos. "Confiá en mí, por favor".
Confío, David.
Hoy se queda a dormir en mi antro. Todavía no pasé el peaje para entrar en el suyo, casa de la genealogía Ibarlucea. "Te quiero, proletaria".
"Idem".
Nos dormimos.
Amanece. Me alzo en la cama. David ya se ha ido, tiene clases. Las últimas. A punto de irse para cursar un post grado en Europa. Enfrente, el espejo devuelve mi rostro en algo que no se puede leer, algo que aparece enmarcado en azul, de fondo blanco, un tatuaje en letras negras, con forma de rectángulo en la frente y que se repite sobre mis senos, un tatuaje que reza "Propiedad Privada". Y en la línea inferior, "de David Ibarlucea". "Propiedad privada de David Ibarlucea". Eso me ha escrito con alguna sustancia indeleble. Empiezo a escupirme el pecho, a refregarlo a salivazos, pero no logro borrar el título de propiedad, tampoco al tipo que me ocupó y se apropió de mí como a un campo vacante, desalojándome del mismo modo con que se expulsa por la fuerza a propietarios milenarios sin escritura legal.
Pero los amigos de mi padre, dispersos entre imprentas y escuelas de publicidad, me brindan sus amigables labores. Hasta consiguen una foto de David. Y empapelan la ciudad con el afiche que ostenta su cara, su brazo hacia adelante de puño cerrado, ese pecho abierto por la camisa desabrochada, y el mensaje "Todos a la calle. Viva la revolución", más su firma debajo: "David Ibarlucea".
Y me prometo conseguirme una cita con el dermatólogo que solucionará mi problema, (creo), a quien no alcanzo a hallar por más mapas que recorra. Pero lo encontraré. Tengo que encontrarlo. Debo borrarme esas marcas pero, y la otra, invisible, que me cruza el cuerpo, la firma hecha por sus dedos, David Ibarlucea, la rúbrica que es él en mí, sus huellas, ¿lograré deshacerme de ella?
Me lo propongo. Jugar esta partida con todo. De igual a igual.
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